La escuela me parece más que nunca un castigo.
Simplemente no me importa. Estoy de pie frente a mi casillero en esta linda mañana de octubre mirando fijamente al final del corredor. Un cartel de bienvenida decora la entrada del pasillo, recordando a los estudiantes que no se olviden de comprar sus boletos para el partido de futbol americano del viernes por la noche. Alguien colgó ese cartel allí. Por Dios, alguien hizo ese cartel. Una persona dibujó eso. Los demás estudiantes pasan a mi lado vistiendo sus atuendos para este día en particular de la semana de bienvenida, que resulta ser el día hippie. Se pueden ver por todas partes símbolos de paz y camisetas desteñidas. El espíritu escolar en todo su esplendor.
Yo apenas logro terminar mi tarea cada noche; ¿cómo es posible que los demás tengan la fuerza de voluntad necesaria para interesarse en este tipo de cosas? Los que parecen más divertidos, con sus disfraces totalmente ridículos, son estudiantes de último año, igual que yo. ¿Cómo? ¿Por qué? Estas son preguntas reales: siento como si alguien acabara de contar un chiste, y yo me hubiera perdido la parte graciosa. Y ahora todos se ríen excepto yo.
Sigo de pie frente a mi casillero, con mis pantalones de mezclilla flojos y una sudadera holgada, contando los minutos hasta que tenga que rendirme e ir a la hora de Tutoría. Un grupo de chicos con bandas en la cabeza y gafas color de rosa se amontonan alrededor del casillero junto al mío; uno de ellos abre la puerta con tal fuerza que me golpea la espalda en medio de los hombros. El chico empieza a disculparse, pero cuando se da cuenta de que es a mí a quien ha golpeado, su voz se transforma en una carcajada mal disimulada. Me doy la vuelta y los ignoro hasta que se marchan, pero entonces otro de los chicos se cubre la cabeza con su capucha y empieza a actuar como una criatura de las cavernas, con la espalda encorvada y las manos extendidas simulando unas garras retorcidas. Los otros chicos se ríen, como si no se dieran cuenta de que todavía puedo verlos. Me quito mi propia capucha de un tirón.
No entiendo este lugar, pero solo tengo que sobrevivirlo otros siete meses —siete meses hasta la graduación, y luego la universidad—. Y, según lo que he escuchado de varias fuentes respetables entre los fanáticos de Mar Monstruoso, la universidad supera en tal grado a la preparatoria que es ridículo.
Quiero estar ahí. Quiero estar en ese lugar en el que la preparatoria es un chiste; donde no tenga que estar cerca de nadie si no quiero y a nadie le importe la ropa que uso, ni cómo me veo, ni las cosas que hago.
Cuando los chicos desaparecen a la vuelta de la esquina y toda la atención puesta en mí se desvanece, vuelvo a voltear hacia mi casillero. Durante el primer año lo adorné con ilustraciones y fan art de Los Hijos de Hipnos, mi serie de libros favorita. Había algunos bocetos de Mar Monstruoso escondidos en las esquinas, pero eso fue antes de que Mar Monstruoso existiera. Ahora, lo único que hay en mi casillero son mis cosas de la escuela. Mis libros de Estadística e Historia los guardo en mi mochila. Y mi cuaderno de dibujos lo llevo siempre bajo el brazo. La mochila va colgada sobre mis hombros, y así mi dignidad va bien resguardada.
Llego al salón de Tutoría.
—Eliza, necesito que vengas conmigo un segundo.
La profesora Grier tiene la mala costumbre de acaparar al primer estudiante que entra por la puerta de su salón siempre que necesita algo, y hoy me tocó a mí ser la desafortunada incauta que llevará a cabo sus felices deseos. La profesora me sonríe y parece el vivo retrato de la alegría, con su vestido de verano amarillo fuera de temporada y sus aretes en forma de plátano.
Alejo mi brazo de su mano para que no parezca que no quiero que me toque. La profesora Grier no me molesta. La mayoría de los días me cae bien. Ojalá me enseñara alguna asignatura real en vez de tenerla solo durante la hora de Tutoría, porque no me obliga a hablar si no quiero, y toma en cuenta el simple hecho de asistir a la tutoría como la calificación total de tu participación en el curso.
—Hoy tenemos un nuevo estudiante de intercambio en la escuela —dice, sonriendo, mientras se hace a un lado.
Detrás de ella hay un chico un poco más alto que yo, con cuerpo de jugador de futbol americano, que lleva pantalones de mezclilla y una camiseta de la preparatoria Westcliff. No ha estado aquí ni un día y ya está lleno de espíritu escolar. Se pasa una mano a través de su corto cabello oscuro y me mira, con una expresión vacía, como si no me viera ahí frente a él. El estómago me da un vuelco. Es exactamente el tipo de persona que trato de evitar —me gusta ser invisible, no quiero que nadie me mire así.
—Te presento a Wallace —dice la profesora Grier—. Pensé que podrías darle algunos consejos sobre la escuela y ayudarlo con su horario antes de que termine la hora de Tutoría.
Me encojo de hombros. No me voy a negar, porque, normalmente, decir no ocasiona más problemas de los que resuelve. La profesora Grier me sonríe.
—¡Estupendo! Wallace, te presento a Eliza. Puedes pasar y sentarte junto a ella.
Wallace me sigue hasta mi asiento al fondo del salón. Se mueve lentamente, camina despacio y mira a su alrededor como si todavía estuviera dormido. Me mira de nuevo, y al ver que no digo ni una sola palabra, saca su teléfono del bolsillo y empieza a revisar sus mensajes.
De todas formas no quería hablar con él. La escuela es bastante simple —estoy segura de que es lo suficientemente listo para arreglárselas sin mi ayuda.
Doblo mis piernas poniendo los pies sobre la silla de mi escritorio, acomodo el cuaderno de dibujos sobre mis rodillas para que nadie pueda verlo y empiezo a trabajar en la siguiente página de Mar Monstruoso. Me olvido de Wallace; me olvido de la profesora Grier; me olvido por completo de toda la escuela.
Ya no estoy aquí.
Logro llegar al final del día igual que siempre: siendo tan invisible que los profesores nunca me detectan, y resistiéndome a la tentación de revisar los foros de Mar Monstruoso en mi celular. He oído decir que la escuela se vuelve mucho más fácil cuando tienes amigos con quienes hablar, pero todos mis amigos son virtuales. Solía tener amigos reales, o al menos eso creía. De pequeña, tenía amigos en la escuela y en mi vecindario, pero nunca fueron buenos amigos. Jamás me invitaban a sus pijamadas o al cine. Un par de veces me invitaron a sus fiestas de cumpleaños, pero creo que lo hacían porque mamá acosaba a las otras mamás. Era una niña rara, y sigo siendo rara. La diferencia es que ahora ninguno de mis compañeros de clases, ni yo tampoco, creemos que deberíamos interactuar más allá de lo estrictamente superficial.
Papá suele decirme que el hecho de que yo me considere rara es normal.
—Bueno, Huevito, confía en mí cuando te digo que muchos chicos de tu edad piensan lo mismo.
Tal vez tenga razón. Lo único que sé es que cuando, el año pasado, Casey Miller me vio caminando detrás de ella en el pasillo, gritó aterrorizada antes de echarse a correr. Obviamente se disculpó conmigo a regañadientes unos segundos después, pero estábamos en un pasillo repleto de gente —¿quién se asusta por tener a otro estudiante detrás suyo?—. Sé que una semana antes, llegué tarde a la clase de Educación Física porque tenía unos cólicos menstruales particularmente desagradables, y por mi culpa toda mi clase tuvo que subir y bajar escaleras durante diez minutos, cosa que hasta el día de hoy hace que me miren como solamente debería mirarse a los asesinos. Sé que unos meses antes de eso, Manny Rodríguez les propuso a algunos de sus compañeros de natación que se colaran antes que yo en la fila del almuerzo, pero ellos se negaron a hacerlo porque les dio miedo que yo invocara un demonio para castigarlos.
¿Parezco ese tipo de persona? ¿Una sectaria? ¿Una fanática religiosa? ¿Acaso soy tan rara como para ser la “villana” de la semana en algún programa de crimen del horario estelar?
Mis padres se preguntan por qué no tengo más amigos, y he aquí la razón: porque no quiero ser amiga de esta gente. Hasta los que son buena onda creen que soy rara; puedo verlo en sus caras cuando nos ponen a trabajar en pareja para algún proyecto. Soy esa clase de persona que te hace rezar por que la maestra no la ponga en tu equipo. Y no es porque sea una mala estudiante, ni porque deje que los demás hagan todo el trabajo, sino porque me visto como una indigente y nunca hablo con nadie. Cuando era muy pequeña, esta clase de comportamiento era adorable. Ahora solo es raro.
Debería haberlo superado.
Debería tener ganas de socializar.
Debería querer tener amigos a los que pudiera ver con mis ojos y tocar con mis manos.
Pero no quiero ser amiga de esta gente que ya ha decidido que soy demasiado rara para ellos. Tal vez si supieran quién soy realmente y lo que he hecho, no creerían que soy tan rara. Quizá lo raro se convertiría simplemente en excéntrico. Pero la única persona que puedo ser en esta escuela es Eliza Mirk, y Eliza Mirk no es más que una nota al pie de página en la vida de cualquiera, incluida mi propia vida.
Cuando suena la campana de la séptima hora, ya tengo toda una página de Mar Monstruoso lista para entintar, pero mi mente está enfocada en la página que todavía tengo que terminar cuando llegue a casa. Los viernes subo las nuevas páginas, siempre es así, como los programas de televisión o los torneos deportivos. A mis lectores les gusta la constancia. Y a mí me gusta ser constante con ellos.
Lanzo dentro de mi casillero los libros que no voy a necesitar y me dirijo al estacionamiento, pegándome lo más que puedo a las paredes y encogiéndome hasta que apenas puedo sentir mi propia presencia. La mayoría de las personas ya están dentro de sus autos, atascando el lugar. Logro abrirme camino para salir por las puertas frontales de la escuela, y empiezo a buscar mis llaves en la mochila.
Ese chico Wallace está sentado en una de las bancas de la entrada, con su teléfono en una mano y la pantalla encendida como si estuviera esperando un mensaje, y una pluma en la otra mano para poder escribir en el montón de papeles que hay en la carpeta sobre sus rodillas. Todavía parece como si estuviera a punto de quedarse dormido. Tal vez necesita que alguien lo lleve a casa, o quizá simplemente es más listo que los demás y sabe que es mejor esperar hasta que el estacionamiento se vacíe para poder marcharse. Me detengo afuera de la puerta y lo observo por un instante. Podría ofrecerle llevarlo a casa, pero eso sería extraño. Eliza Mirk nunca se ofrece a llevar a nadie en su auto, y nunca nadie se lo pide.
Cuando veo que empieza a levantar la cabeza, me doy la vuelta y me alejo corriendo hasta llegar a mi auto.