En pie de guerra, primeros capítulos
1
metanfetaminas
conocida como speed, la droga que acelera
Produce energía artificial. Quita el hambre y el sueño
El ambiente escolar es relajado.
Acaban de pasar los exámenes semestrales, y a nadie le apetece echar a andar la pesada maquinaria de estudios otra vez. Los profesores se muestran perezosos y nosotros hacemos lo posible por causar demoras.
Le pedimos a la maestra de Literatura el tiempo de su clase. Ella accede, y se pone a calificar exámenes en el escritorio.
Dentro de cuatro meses terminaremos nuestro primer año de bachillerato. Queremos organizar una kermés para recaudar fondos y hacer una fiesta de clausura.
El líder del grupo, llamado Jordy y a quien apodamos “el Zorrillo” (porque además de no usar desodorante transpira de forma copiosa), se para al frente. Apenas está comenzando a recibir propuestas cuando escuchamos que alguien llama a la puerta. Todos giramos la cabeza. Es el coordinador escolar, acompañado de un policía.
—Con permiso, profesora. Necesito llevarme a Felipe Meneses.
—Adelante —contesta la maestra poniéndose de pie—. ¿Felipe?
Tardo unos segundos en asimilar que es a mí a quien buscan. Alguien me da un codazo.
Dejo el pupitre y salgo del salón.
—¿Puedes abrirnos tu casillero? —me pregunta el coordinador en cuanto estoy afuera.
—Sí. Por supuesto. ¿Qué buscan?
—Ya veremos. Muéstranos lo que guardas adentro.
Caminamos hasta los anaqueles. Muevo la perilla del candado. Fallo varias veces en poner la clave.
—¿Por qué tiemblas, Felipe?
—No… no sé.
Al fin logro abrir. El policía se adelanta y comienza a sacar cosas. Un suéter, libros, varias plumas.
—Aquí está —al fondo hay una cajita de metal cerrada—. ¿Qué es esto?
Respondo de inmediato:
—Son sustancias químicas de Pascual. Él las guarda en mi casillero.
—No te creo.
—¿Por qué habría de mentir? Pascual me dijo que no quería dejar esto en el laboratorio. Yo le presto espacio en mi locker.
El policía se pone en cuclillas. Desenfunda una navaja con herramientas plegadizas y se inclina para forzar la chapa de la cajita. Observamos la maniobra. Estoy comenzando a ponerme nervioso. Al fin, destraba el seguro y abre la tapa. En el interior hay varias bolsas de plástico envueltas en papel periódico. Descubre los paquetes muy despacio.
—Mira esto. Parecen “tachas”.
El coordinador me sujeta del brazo.
—No entiendo.
—Felipe, di la verdad. ¿De dónde sacaste estas pastillas?
—¡Ya se lo dije! Jamás las había visto. Son de Pascual.
—Vamos a las oficinas.
—Suélteme, por favor, no voy a escapar.
Camino con la cara en alto, aparentando una seguridad que no tengo. En mi mente se agolpan varias ideas contradictorias.
¿Pascual consume drogas? ¡No puede ser! Él es un empleado de la escuela. Ayuda a los profesores de Química. Limpia el instrumental del laboratorio, lleva el inventario de las sustancias que se usan, y custodia las calificaciones. Por eso algunos estudiantes tratamos de congeniar con él. Se rumora que Pascual hace favores. Modifica los puntos en las listas de participación y ayuda a que sus amigos obtengan mejores notas. Hasta el momento, a mí no me ha hecho ningún favor, pero mantengo abierta la puerta por si se ofrece.
Llegamos a las oficinas administrativas. Hay policías en la entrada. Caminamos hasta la dirección.
Las personas en el interior tienen la cara fruncida. De inmediato percibo un ambiente tenso.
Todas las sillas están ocupadas: hay cuatro adultos, Pascual y una alumna de primero.
—Aquí está —dice el coordinador empujándome ligeramente por la espalda, como quien entrega a un criminal—. Felipe tenía la droga en su casillero.
—¡Hey! —me defiendo de inmediato—. ¡Un momento! Esas pastillas no son mías. ¡Ya se lo expliqué! —señalo a Pascual—, ¡la caja es de él! La guarda en mi locker. Yo se lo permito porque me lo pidió como un favor. Incluso le di la combinación de mi candado.
Pascual levanta una ceja como desafiándome y dice:
—No es cierto.
Lo veo y me parece difícil de creer. ¿Por qué lo niega?
Pascual siempre me ha parecido un joven decente. Truncó sus estudios de medicina y está esperando el inicio de un nuevo ciclo escolar para volver a empezar otra carrera. Todavía no sabe cuál. Según nos ha dicho, trabaja en esa escuela como ayudante de laboratorio porque no tiene nada mejor que hacer mientras llega el periodo de inscripciones en la Universidad.
—A ver esa caja —el rector la toma; después de ojearla se la pasa a una mujer gorda, con bata blanca de la Secretaría de Salud—. ¿Qué contiene?
Ella se agacha. Después de un rato, dictamina:
—Droga sintética.
—¿Éxtasis?
—Quizá.
Uno de los hombres comenta:
—Cuando encontré estas pastillas en la mochila de mi hija, ella me comentó que eran speed. ¿Verdad, Susana?
La chica de primero parece muy abochornada; habla con voz aguda y casi inaudible:
—Sí. Pascual me las vendió. Les llama speed king. Yo las probé porque unas amigas me animaron. Dicen que se sienten “prendidas” cuando las toman.
La mujer de bata blanca coincide:
—Efectivamente. Podría tratarse de esa droga.
—¿Cuál? —pregunta el coordinador.
—Speed, speed king, arranque, hielo, chalk, meth, meta, tiza o vidrio; son nombres que se les dan a las metanfetaminas. Algunos las usan de forma ilegal para adelgazar o mantenerse despiertos toda la
noche. Aunque elevan los niveles de atención, también provocan ataques de pánico, ansiedad y nerviosismo. Son peligrosas.
—¿Qué tan peligrosas? —pregunta el papá de Susana—. ¡Mi hija estuvo tomándolas! Necesito saber más.
La doctora asiente y explica:
—Las anfetaminas y metanfetaminas tuvieron aplicaciones médicas hace años. Hoy son recetadas ante enfermedades muy específicas y bajo estricto control médico. Los kamikazes japoneses las usaban en la guerra para darse valor. Se consiguen en comprimidos o en polvo que se inyecta, fuma o toma. La droga roba al cuerpo la energía que tiene en reserva, acelera las funciones produciendo sensación de fuerza y autoestima; genera ideas rápidas y facilidad de palabra; quita el hambre y el sueño, somete a un sobreesfuerzo al corazón, y cuando su efecto pasa, el organismo, que ha sido exprimido de forma abusiva, cae en agotamiento extremo; la persona se siente triste, desconfiada y deseosa de tomar más droga. En muchos aspectos, incluyendo la adicción psicológica que produce, la metanfetamina se parece a la cocaína, sólo que es más barata. Estas grajeas —toma una y la revisa—, provienen de laboratorios clandestinos. Podrían contener clorhidrato de metanfetamina o metil-anfetamina. No podremos saberlo hasta realizar pruebas de laboratorio. Tienen un efecto neurotóxico que daña células cerebrales. A la larga ocasionan síntomas parecidos a la enfermedad de Parkinson.
El padre de Susana parece muy irritado. Grita:
—¿Cómo pudiste darle esto a mi hija, maldito?
Pascual no le contesta.
—Cálmese —sugiere el director.
—¡No se atreva a decirme que me calme! ¡Uno de sus empleados vendió droga a los alumnos! ¿Se da cuenta del problema en que está metido? ¡Si usted no me apoya, voy a hacer un escándalo y clausurarán su escuela!
—Entiendo —dice el director, carraspeando—, nosotros estamos tan indignados como usted.
Hay un momento de silencio. El padre de Susana respira y vuelve a preguntar a la doctora:
—A mi hija le ofrecieron estas cosas como medicamentos. ¡Eso parecen! Antes, a todas las medicinas les llamaban drogas. ¿Cuál es la diferencia entre unas y otras, ahora?
La voluminosa mujer con bata blanca se cruza de piernas con dificultad y contesta:
—En el contexto moderno, las drogas son sustancias que actúan sobre el sistema nervioso central, alterando las sensaciones y modificando el comportamiento de la persona. Así, para que algo se considere droga debe afectar la química del cerebro, deprimiéndolo, estimulándolo o confundiéndolo, además de producir distintos grados de tolerancia y adicción —todos observamos a la señora; como nadie se atreve a decir nada, ella sigue explicando—: La tolerancia es cuando el cuerpo se adapta a la sustancia y cada vez necesita mayor cantidad para sentir los efectos de antes. La adicción o dependencia es una necesidad imperiosa de consumir la droga. Puede ser sólo psicológica, al momento en que la persona cree que no es capaz de vivir sin ella, pero también física; cuando el organismo la necesita para funcionar bien. Si un adicto se propone abandonar su vicio sufre algo que se llama síndrome de abstinencia. Es como una fuerte enfermedad física y mental. Ve alucinaciones, tiene dolores insoportables y se siente a punto de morir.
El padre de Susana se limpia el sudor de la frente. Luego pregunta con legítima preocupación.
—A ver. Mi hija estuvo tomando esta porquería —señala—. ¿Significa que se ha vuelto adicta?
—Espero que no, señor —contesta la doctora—, sólo algunas drogas como la heroína o el crack crean adicción casi de inmediato. En cuanto a las otras, por lo regular se necesita consumirlas con regularidad para llegar a eso. Su hija necesita ser evaluada, después de que sepamos con exactitud qué tomó. Quizá requiera una leve terapia.
—¡No sólo mi hija deberá ser evaluada! —explota el hombre dando un fuerte manotazo sobre el escritorio—. ¡También, todos los demás alumnos que le compraron pastillas a este imbécil!
Tiene razón. El director avanza hasta Pascual y le pregunta:
—¿Cuánta droga vendiste y a quién?
El ayudante del laboratorio levanta la cara y me acusa con total desparpajo:
—Las pastillas de speed no son mías. Son de Felipe.
Todos voltean a verme.
2
enemigo al acecho
consumir droga es como darle alojamiento a un asesino en nuestra casa
Aunque duerma, en la noche despertará...
Miro alrededor, sorprendido de encontrarme en ese improvisado juicio en el que todo apunta hacia mi culpabilidad.
—¿Cuántos años tienes, Felipe?
—Dieciséis.
—Todavía eres menor de edad, pero eso no te va a eximir de algunas sanciones penales.
Intento defenderme, dirigiéndome al ayudante del laboratorio:
—Tú dijiste que eras mi amigo, Pascual. ¿Por qué me haces esto? Tarde o temprano va a saberse la verdad.
—Yo no soy amigo de gente como tú, Felipe; encontraron las pastillas en tu casillero —gira la cabeza y levanta las manos como para demostrar inocencia—. A mí no me pueden hacer nada. Estoy limpio —se dirige al policía—. Felipe trajo esas cosas a la escuela. Me las ofreció. ¡Yo también caí en la trampa! Creí que eran medicinas legales. Eso me dijo.
—¡Está mintiendo! —rebato.
—Es tu palabra contra la mía.
Mi respiración se hace más agitada. Sé que cuando investiguen, quedará demostrada mi inocencia, pero mientras tanto, tal vez sea suspendido de la escuela y la policía me detenga. Necesito ayuda. Sólo si consigo testigos…
—¡Jennifer! —exclamo—. Díganle que venga. Por favor.
—¿A quién? —pregunta el director.
—A Jennifer González. Estudia en mi salón. Pascual la invitó a salir varias veces. ¡Jennifer nos conoce muy bien a los dos! Háblenle. Ella dirá la verdad.
El director mueve la cabeza de forma afirmativa y le pide al coordinador que vaya por la chica. Después le pregunta a Pascual:
—¿Invitaste a salir a una alumna? ¡Sabes que eso está prohibido!
Pascual titubea y se contradice:
—Ella es una amiga. No somos nada. Nunca salimos. Sólo a veces.
Por primera vez parece que ha perdido la calma. Se agacha para pensar.
Jennifer llega con pasos tímidos, escoltada por el coordinador. Se asusta al ver tanta gente reunida en la oficina.
El director le pregunta:
—¿Pascual ha tratado de venderte pastillas como ésta? —le muestra la cajita.
Jennifer se queda quieta como el personaje de una película en pausa. Luego exhala:
—No.
—¿Estás segura?
—Me las regala.
—¿Cómo?
—A todos se las vende, pero a mí no. Me las recomendó para que pueda bailar mejor. Pertenezco a un grupo de jazz. Ensayo por las tardes. Él me lleva en su coche… Sólo dos veces tomé sus pastillas. Esos días, pude bailar como nunca. Tuve mucha energía, pero después pasé las noches enteras sin dormir. Jamás volví a tomarlas.
—¿Dijiste que Pascual las vende? ¿A quién?
Jennifer titubea, prefiere salirse por la tangente.
—Eso se rumora… A mí no me consta.
—¿Pero las trae a la escuela?
Mueve la cabeza.
—No lo sé.
—Suponemos que los comprimidos son de speed king —declara el policía—, y la caja, que contiene más de un kilogramo, fue encontrada en el casillero de Felipe. Tendremos que arrestarlo a él.
—¡Jennifer! —le digo con voz suplicante—, no te quedes callada. ¡Pascual está diciendo que la droga es mía!
Mi compañera observa el cuadro con detalle. Es fácil adivinar el temor en su rostro. A pesar de ello, se controla.
—Está bien —entrecierra los ojos—. Voy a decir la verdad —agacha la cara—. Pascual toma esas pastillas y otras. Dice que se “activa” con ellas. Un día se puso muy agresivo. Por eso ya no quise volver a salir con él. Trae las pastillas a la escuela y las guarda en el casillero de Felipe —hay un breve silencio cargado de expectación—. Yo lo he visto…
Lo que ella acaba de decir nos ha dejado mudos.
Se necesita mucho valor para hacer lo que hizo.
—¡Jennifer, maldita! —dice Pascual por lo bajo—. Te vas a arrepentir.
El jefe de la policía toma esas palabras como una confesión. Se acerca a Pascual y lo esposa por las muñecas.
—Tienes derecho a permanecer en silencio y a llamar a un abogado.
Salen del despacho.
Cuando las autoridades se han ido con el acusado, nadie atina a decir algo.
Al fin, el padre de Susana emite con voz amenazante:
—Esto no se acaba aquí. ¡Ya detuvieron al vendedor de droga, pero la escuela también tiene culpabilidad! Voy a llevar a mi hija a revisión y hablaré con los padres de sus amigas. ¡Usted, director, es responsable por todas las secuelas que tengan esas niñas!
El rector ha perdido el color natural de sus mejillas.
—Espere, señor —dice la doctora de la Secretaría de Salud—. Antes de que haga un escándalo, debe pensar bien las cosas. La droga está por todos lados hoy en día. ¡No se imagina la cantidad de casos que veo a diario! Sin ir más lejos, ayer llegó al Centro de ayuda una jovencita adicta a la cocaína. Hace algunos meses salió con su novio, tomó mucho alcohol y se embriagó. Entonces, el novio consideró que no era prudente regresar a la joven a su casa en ese estado y decidió cortarle la borrachera con una “rayita” de cocaína. Es el remedio más usual. La chica sintió una dosis de bienestar y autoestima fuera de lo común. A partir de ese día aceptó la oferta de una amiga, a quien antes había rechazado, y comenzó a esnifar cocaína. Todo le fue mejor por un tiempo. Elevó sus calificaciones, su aspecto físico, su estado emocional, su seguridad y su fuerza de carácter. Se llenó de un poder artificial. Hoy, su adicción la ha llevado a realizar los actos más inmorales. Está arruinada. La droga brinda beneficios inmediatos, pero usarla es como darle alojamiento en nuestra casa a un asesino. Aunque duerma un rato, en la noche despertará para matarnos.
El padre de Susana mueve la cabeza sin comprender.
—¿De qué rayos habla?
—¡De que no le servirá de nada tratar de perjudicar al colegio de su hija! La droga seguirá danzando alrededor. Mejor adviértale. Enséñele. Dele armas. Aborde el tema con ella abiertamente. Yo he trabajado en varios lugares. He tenido compañeros, profesionistas, que toman por las mañanas licuados de frutas con peyote. También conozco señoras de sociedad aficionadas a la marihuana, y esposos que la fuman en pareja. Hay artistas, políticos y profesionistas que usan drogas. Es de lo más común. Su hija seguirá acechada por ese peligro toda la vida y tarde o temprano caerá, si no tiene convicciones claras.
El hombre no parece disuadido. Se ve dispuesto a seguir rebatiendo. Aprovecho la leve pausa para preguntar:
—¿Nosotros podemos irnos?
—Sí —dice el rector—. Gracias, Jennifer y Felipe; regresen a su salón.
Salimos de las oficinas.
Cuando vamos subiendo las escaleras, le digo a mi compañera:
—Me salvaste.
Jennifer parece preocupada. Sonríe sin responder. Llegamos al aula. Todos nuestros amigos quieren enterarse de lo que pasó. Ella prefiere no dar explicaciones. Yo la apoyo. Ambos sentimos cierta complicidad por haber acusado a Pascual y tenemos miedo de una posible represalia.
Al salir de la escuela, ella me dice:
—El próximo viernes, nuestros compañeros irán a bailar. ¿Por qué no vamos, tú y yo, como pareja?
Carraspeo. Después de lo que ha pasado, la oferta suena un poco descabellada.
—Sería interesante…
Jennifer es la muchacha más hermosa de la preparatoria, y ahora está libre. Pascual se ha ido para siempre.
—De acuerdo —contesto—. Yo me encargo de pedir permiso…
—Gracias. Te espero.
Se acerca para darme un beso muy cerca del labio. Me quedo vibrando por la emoción y el asombro.
El viernes siguiente, Jordy, el Zorrillo, pasa por mí en el Beatle color blanco de su madre. Subo al asiento del copiloto y lo saludo con gran alegría. Me dice:
—Vamos a la casa de Modesta y después a la de Jennifer.
—¡Modesta! —contesto, asombrado—. ¿La compañera nueva que hace honor a su nombre? ¿Ella será tu pareja, hoy?
—Sí.
No digo nada más, para evitar ofender a Jordy. Modesta es una joven gris, tímida y poco inteligente. Yo no saldría con ella ni aunque me obligaran.
Pasamos por las dos. Modesta lleva un grotesco vestido de lentejuelas y se ha levantado el cabello como sólo lo hubiera hecho mi abuelita. Jennifer, alegre y hermosa, aunque viene vestida de forma sencilla, me dice, al subir al auto:
—Traigo otra ropa en esta maleta; luego me cambio. Te voy a sorprender.
—Qué bien… —sonrío.
De inmediato, percibo que Modesta siente envidia de Jennifer. Es lógico. Ambas, en el asiento trasero del coche, tratan de platicar, pero no existe la menor química entre seres tan dispares.
Llegamos al lugar. Caminamos rumbo a la puerta. El Zorrillo, quien ha comenzado a sudar y a oler mal, me dice en secreto:
—¿No tienes miedo?
—¿Por qué?
—Supe que Pascual estuvo detenido dos días, pero salió libre bajo fianza hoy. Tal vez ande por aquí…
Trago saliva y mis músculos se tensan.
En ese instante Jennifer me abraza por la espalda. Giro, toco su esbelta cintura y siento un escalofrío. Ella se acurruca en mí. La abrazo con más confianza. Es una sensación indescriptible. Mis sueños secretos se están haciendo realidad.
—No, Jordy —contesto, convencido—, no tengo miedo.