Dirigentes del mundo futuro

1

CAMPAMENTO EDUCATIVO

El matrimonio de Xavier y Ximena era relativamente estable. En el dintel de su casa colgaron un escudo familiar que hicieron juntos, entrelazando las letras equis de sus nombres. Se sentían orgullosos de esa coincidencia. Quisieron legar a sus hijos el mismo signo y se aseguraron de ponerles nombres que lo incluyeran; a la mayor la llamaron Roxana y al menor Max.

Ella era doctora, jefa de laboratorios en el Hospital Primario de Oriente; a pesar de tener un trabajo tan complejo, procuraba darse tiempo para convivir con su familia. No siempre lo lograba. Él era abogado fiscal, con un despacho próspero al que dedicaba diez horas cada día.

Los sábados Ximena trabajaba medio turno y solía llevar a su pequeño Max, de cuatro años, al hospital. Al salir, acostumbraba ir de compras con el niño.

Nada le indicó que pudiera haber algún peligro aquel día en la tienda de autoservicio... Traía a Max en el carrito. Estaba de mal humor porque su esposo había organizado una cena con sus amigos. Detestaba meterse a la cocina el sábado en la tarde a guisar para un hato de comensales egoístas que sólo sabían beber y contar chistes políticos.

Hastiada de su mala suerte, buscaba sin éxito un frasco de aceitunas negras. Caminó por el pasillo del supermercado. Vio a un joven con el emblema de la tienda y lo siguió para preguntarle. El muchacho atendía a otro cliente. Esperó su turno. Mientras tanto, revisó su lista de compras. El departamento de pescados y mariscos estaba a unos metros. Caminó vigilando de reojo al dependiente; ordenó un kilo de salmón. El joven se esfumó en un parpadeo. Todo indicaba que el pescado de esa noche no llevaría aceitunas. Volvió al pasillo en el que había dejado a su hijo. El carrito de compras estaba en el mismo sitio. El niño no.

La madre pensó que se había bajado por su propia iniciativa. Era muy travieso. Solía hacerlo. Al principio lo buscó con calma; caminó serenamente pensando que con toda seguridad andaría curioseando por ahí. Cuando se dio cuenta de que el tiempo pasaba sin que Max apareciera, comenzó a dar zancadas amplias y a llamarlo por su nombre. No hubo respuesta. Un presentimiento atroz comenzó a oscurecer su claridad de juicio.

“Cálmate” se dijo, “lo vas a encontrar”.

Pero no podía calmarse. Preguntó a las personas que pasaban cerca si habían visto a un chico rubio de escasos cuatro años de edad; ninguna lo había visto. Trató de no dejarse llevar por el pánico. A Max le gustaba esconderse y salir riendo a carcajadas después de un rato. Se aferró a la idea de que en cualquier momento iba a aparecer detrás de algunos anaqueles. Fue a las cajas, se paró de puntas y miró alrededor.

“Mientras no salga de la tienda” comentó en voz alta “no hay problema”. Hizo un esfuerzo sobrehumano para relajarse y acudió a la caseta de sonido.

Vocearon al pequeño.

No hubo respuesta.

Entonces empezó a correr por los pasillos, gritando. Un llanto de desesperación acompañaba sus alaridos. Toda la gente se enteró de que esa mujer había perdido a su hijo. Clientes y dependientes quisieron a ayudar.

La policía llegó. Cerraron las puestas de la tienda.

Xavier recibió el mensaje en su localizador una hora después.

Las letras en la pantalla de cuarzo decían “ven al centro comercial frente al sanatorio, es urgente”. Firmaba su esposa.

No pudo evitar lanzar una imprecación. Detestaba ese tipo de mensajes. La palabra “urgente” era demasiado delicada para usarse sin ton ni son. Su esposa lo sabía. ¿Lo sabía? Eso significaba que en verdad era urgente. Salió de la transitada avenida y tomó el puente de retorno. Cuando llegó al supermercado encontró un gran despliegue policiaco. Varios doctores y enfermeras del Hospital Primario de Oriente rodeaban a su compañera Ximena. Un helicóptero sobrevolaba la zona.

Xavier preguntó qué pasaba. No pudo creer lo que le dijeron.

—¿El niño se perdió? —preguntó—. ¿Se bajó del carrito de las compras? —comenzó a dar vueltas en círculo, tratando de atisbar alrededor—. ¿Ya lo buscaron bien?

El comandante que coordinaba las acciones lo miró de forma impasible.

—Usted no ha entendido —le dijo—. Su hijo no se perdió —hizo una pausa antes de pronunciar las palabras fatales—: Se lo robaron.

Los primeros días fueron aterradores. Iban de un lado a otro pidiendo ayuda. Caminaban como entre nubes incapaces de asimilar la magnitud de la tragedia y dormían junto al aparato telefónico en espera de que los secuestradores llamaran para pedir el rescate.

La angustia consumió a la familia. Xavier echó mano de todas sus influencias, se hizo amigo del comandante policiaco y siguió de cerca las investigaciones. Ximena solicitó permiso en el hospital para dedicarse, con su marido, a buscar. Roxana parecía muy asustada, más por la forma en que veía desmoronarse a sus papás que por el extravío de su hermano menor. Era una niña de nueve años, dulce e inteligente. Una noche escribió:

Papá, mama. Me duele verlos tan preocupados. Yo también tengo miedo, pero sé que vamos a encontrar a Max. Ustedes me han dicho que nada malo puede pasarle a la gente buena. Él es bueno y nosotros también. Los quiero mucho. Mi corazón está roto. Los amo. No lo olviden.

La nota tenía el dibujo de un corazón sangrando. Estaba escrita con trazos geométricos de extraordinaria simetría. No cabía duda de que Roxana era una niña muy madura. Xavier besó el papel y lo guardó en su cartera.

Los secuestradores no se comunicaron con ellos, pero a las tres semanas recibieron una llamada inesperada del comandante policiaco que llevaba a cabo las averiguaciones. Se escuchaba alterado.

—Acabamos de descubrir un lugar —dijo—, donde había varios niños robados. Es una vieja hacienda en la antigua carretera a Puebla.

Xavier saltó del sillón.

—Voy para allá.

—¿Qué pasa? —le preguntó su esposa esperanzada—, ¿hay alguna noticia de nuestro hijo?

—No, pero hallaron a otros niños. Parece que encontraron el sitio de operaciones de una banda que trafica con infantes.

Ella se vistió con toda celeridad. Roxana también, pero sus padres le dijeron que no podía ir. Era muy chica para acompañarlos a esos sitios.

Llegaron a la estación de policía. Había una gran agitación. Fueron  directo a la jefatura, pero el comandante estaba demasiado ocupado atendiendo a periodistas y a otros padres de familia.

—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó a uno de los oficiales encargados de la seguridad interna.

—Encontraron el centro ceremonial de una secta ¡había doce niños y diecisiete jóvenes!

—¡¿Qué?!

Ximena y él se abrieron paso hasta la zona de primeros auxilios en el que estaban los recién rescatados. No les permitieron el acceso. Los vieron uno a uno desde lejos. Ninguno era su hijo.

Esperaron varias horas hasta que el revuelo disminuyó. Xavier entró a la oficina del jefe y lo invitó discretamente a comer algo. El funcionario lo miró de reojo como agradeciéndole el gesto. A los pocos minutos salió a toda velocidad y caminó con ellos a la fuente de sodas, detrás de la comandancia.

Sentado en el pequeño restaurante los puso al tanto de lo que estaba ocurriendo.

—Ayer por la mañana descubrimos un centro de narcóticos en el que tenían secuestrados a varios menores de edad —comentó al tiempo que ordenaba una hamburguesa con queso—. El sitio estaba ubicado dentro de una hacienda abandonada, “Sochical”, en el kilómetro ciento veinticuatro de la antigua carretera a Puebla.

—¿Dijo “un centro de narcóticos”? —preguntó Ximena asustada.

—Bueno, no exactamente. La finca era usada para dos fines: en primer lugar, experimentaban con nuevas sustancias químicas, estimulantes de la corteza cerebral. Había tres farmacobiólogos expertos. Lo trágico del asunto es que, para las pruebas, usaban niños con la supuesta finalidad de hacerlos más inteligentes. Un psiquiatra dirigía los ensayos y llamaba a la zona “campamento educativo”.

 Xavier movió la cabeza preocupado.

—¿Eso significa que algunos niños estaban ahí por consentimiento de sus familias?

—Sí. De los doce chicos en experimentación, ocho de ellos habían sido enviados por sus mismos papás. Pensaban que se trataba de un sofisticado colegio. Incluso pagaban sumas muy altas. Los padres de estos pequeños financiaban, sin saberlo, todas las actividades de la hacienda. Los otros cuatro niños figuraban en la lista urbana de extraviados.

—Es increíble —dijo Ximena—. ¿Qué pensaban esas personas cuando mandaron a sus hijos ahí? ¿En dónde tenían la cabeza?

—Fueron engañados. Es la verdad.

—¿Pero los niños dormían en ese lugar?

—Sí. Era un internado. Los menores dormían en cuartos individuales con baño, una mesa de trabajo, computadora y bocina por la que se les obligaba a escuchar música repetitiva. Los niños permanecían la mayor parte del tiempo bajo el efecto de alguna sustancia que activaba sus neuronas.

Xavier comenzaba a vislumbrar un sin fin de posibilidades que, bien escudriñadas, podrían conducirlos a más niños robados.

—Mencionó que la hacienda era usada para dos fines. ¿Cuál era el segundo?

—Algo mucho peor. En otra sección internaban a los adeptos de una secta religiosa. Ahí encontramos a cinco varones y a doce mujeres,  entre dieciséis y veintidos años de edad —el comandante se detuvo como si lo que estuviera a punto de decir le fuera a provocar malestar estomacal—. A todos, en los ritos ceremoniales, se les habían amputado uno o más dedos de las manos... —Ximena y Xavier se miraron aterrados—. Las habitaciones de los sectarios, más pequeñas que las de los niños, sin luz eléctrica y con suelo de tierra, contaban, sin embargo, con bocinas.

La doctora sacó algunas conclusiones:

—Así que tanto los niños como los jóvenes eran sometidos a diferentes procedimientos de “lavado de cerebro”...

—Sí. Y a todos se les sometían a ciertas actividades sexuales.

—Dios mío —dijo Xavier—. ¿Cómo descubrieron ese lugar?

—Dos personas reportaron a la comisaría que su hijo había sido secuestrado por el mismo director del campamento educativo al que lo habían inscrito. Declararon que el hombre se negaba a devolverles al niño. Entonces comenzamos a investigar. El padre del pequeño consiguió entrevistarse con el procurador y obtuvo una orden de cateo inmediata. Yo mismo realicé el operativo. Nos dirigimos a la hacienda abandonada tres policías y el denunciante. Fue difícil llegar. Tuvimos que atravesar varias rancherías en un sendero agreste. Dejamos el coche a buena distancia y caminamos. Un par de guardias rurales nos cerraron el paso. Nos preguntaron a dónde íbamos. Le mostré la orden de inspección y le dije que revisaríamos el sitio. Nos dejaron pasar con desconfianza. Avanzamos percibiendo que detrás de nosotros se comunicaban con alguien. Sobre la vieja construcción de la hacienda pudimos observar varias cabezas que corrían de un lado a otro, acomodándose. Me percaté de que algo andaba mal. También saqué mi radio y pedí apoyo. Casi de inmediato comenzaron los disparos. Uno de mis oficiales cayó herido. No pudimos hacer nada de momento, sólo escondernos, hasta que llegaron los refuerzos. Fue el tiroteo más espectacular en el que me he visto envuelto. Pudimos entrar al inmueble, aprehender a los laboratoristas y rescatar a los cautivos. La hacienda era un lugar en penumbras. Había dos patios grandes en los que encontramos símbolos pintados en paredes y pisos. No se ha determinado con precisión el tipo de reuniones que se llevaban a cabo ahí.

Los ojos de Xavier brillaron.

—¿Capturaron a los responsables?

—El jefe de la banda escapó. Únicamente detuvimos al psiquiatra que dirigía el supuesto colegio. Declaró no tener ninguna relación con la secta, pero nos ha sido imposible interrogarlo bien; está muy grave. Se encuentra detenido en el Hospital Urbano de Puebla.

—¿Qué le pasó?

—En la finca había un cuarto con sustancias químicas que explotó durante el operativo. El psiquiatra sufrió quemaduras de tercer grado en el incendio.

—Vaya. ¿Podemos ir a la hacienda? Me gustaría conocerla.

—Pueden, pero no tiene caso. Está destruida casi por completo. Además, sólo le permiten el paso a los investigadores.

—Entonces me gustaría entrevistarme con los niños y jóvenes rescatados. Quiero mostrarles la fotografía de nuestro hijo para preguntarles si lo han visto. ¿Podría hacernos ese favor?

—Creo que no habrá problema.

Después de que el oficial terminó de comer su emparedado, se dirigieron con él a la comandancia.

Vieron a una pareja escribiendo, sentada frente a los escritorios para tomar declaraciones.

—¿Quiénes son? —preguntó Xavier.

—Ángel y María Luisa Castillo. Los denunciantes. Gracias a ellos pudimos dar con la hacienda. Están redactando su testimonio de cómo ocurrieron los hechos, sobre todo la forma en que fueron engañados y aceptaron inscribir a su hijo en el campamento educativo.

Pasaron de largo. Ximena siempre traía consigo una fotografía del niño. La llevaron hasta la sala en que se encontraban los rescatados. Varios médicos los atendían. Había un pequeño de escasos seis años de edad, varios de unos nueve y el resto de dieciocho, en promedio. Se acercaron a ellos con mucha cautela. No deseaban asustarlos. Parecían perdidos en el universo indómito de un cerebro aletargado.

—¿Qué les pasa? —le preguntó al médico más cercano.

—La mayoría han sido afectados de sus aptitudes mentales. Creemos que el daño es reversible. Se recuperarán con el tiempo.

Mostraron a cada uno la fotografía de Max. Ninguno dio señales de reconocerlo. Ximena salió de la sala con la quijada desencajada. Después comenzó a llorar.

—Tranquilízate, mi amor.

—No puedo soportar esto. ¿Y si nuestro hijo ha caído en manos de psicópatas similares? ¡Debemos movernos rápido! ¡Hacer algo!  Así nos cueste todo lo que tenemos. ¡Todo! Daría cualquier cosa por encontrar a mi niño.

Xavier asintió. No pudo calibrar que las palabras de su esposa eran serias y que el destino estaba dispuesto a tomarles la palabra.

Regresaron a la estancia de espera y observaron a la pareja de padres que habían terminando de escribir sus declaraciones. Se estaban despidiendo del comandante. En su rostro se adivinaba un gran pesar, pero Xavier y Ximena pensaron que con gusto canjearían con ellos su desgracia. Sano o no, habían recuperado a su hijo... Su familia aún existía.

Cuando los Castillo salieron, Xavier entró a la oficina del jefe policiaco y le hizo una súplica especial.

—Yo sé que estas notas son confidenciales. Lo sé, soy abogado, pero hágame un favor. Déjeme leerlas. Quiero buscar alguna pista que pueda abrirnos nuevas posibilidades para buscar a más niños robados. El comandante movió la cabeza. Lo que le pedían era imposible, pero él también era padre de dos pequeños y podía imaginarse la tortura que sería perderlos. Suspiró y salió de la oficina sin decir nada, dejando las declaraciones sobre la mesa para que Xavier pudiera leerlas.

2

EDUCACIÓN FRAUDULENTA

Declaración testimonial de Ángel Castillo sobre el caso 123H-45/12.

Nuestro hijo Ulises tenía seis años de edad. Era muy inquieto. La directora de su escuela nos mandaba notas en forma constante de que no podían controlarlo pues se negaba a realizar los ejercicios tradicionales y ocasionaba un continuo desorden en el aula.

Un día mi esposa y yo fuimos a hablar con ella. Es una mujer mayor de edad, pedante, con ínfulas de grandeza. Nos hizo esperar en el patio por más de una hora. Yo me enfadé y caminé por el colegio.

Busqué el aula de mi hijo y me paré en un ángulo desde el que podía observar la clase sin ser visto por la maestra. Al parecer, los niños hacían planas de letras en su libreta de cuadrícula. Era notoria a leguas la pesadez del ambiente. Una pequeña rubia, después de bambolearse, se dejó vencer por el sopor y apoyó su cabeza sobre la mesa. Mi hijo, Ulises informó a la maestra que su compañerita se había dormido. La profesora no respondió. Ulises insistió exclamando que estaban muy aburridos.

—¿Ya terminaste tu trabajo? —le preguntó ella.

—Ya.

—No te creo. Eran cinco planas. ¿Hiciste cinco planas? A ver, tráeme tu cuaderno.

Ulises no obedeció. La maestra se puso de pie y fue hasta su lugar. Retrocedí un paso para evitar ser descubierto. Seguí observando la escena.

—¿Dónde están las cinco planas, eh? Apenas llenaste unos renglones. ¡Mira qué porquerías! Voy a tener que castigarte.

—Quiero irme a mi casa.

—¡Te quedarás aquí y harás diez planas! ¡Si hablas otra vez, le diré a tus papás que te has portado mal y no podrás irte con ellos!

El niño comenzó a llorar; sus compañeros vieron la escena asustados y volvieron a esforzarse en realizar el tedioso trabajo. La maestra se apoltronó de nuevo. Sentí que la ira me hacía estallar la cabeza. Eso no era justo. Achacaban al niño una mala conducta, sólo porque protestaba de los malos tratos y de los aburridísimos ejercicios.

Entré al salón y reprendí a la profesora. Le dije que esos métodos arcaicos de enseñanza laceraban la autoestima de sus alumnos, que todos los niños sanos son activos y que ella los estaba convirtiendo en pasivos y apocados. También le dije que las travesuras de Ulises, de las que tanto se quejaban, eran producto de un gran espíritu de investigación. La maestra se defendió gritando que los padres de familia teníamos terminantemente prohibido entrar a la escuela y ver las clases. Se armó una discusión muy desagradable. Llegó la directora con mi esposa. La polémica se hizo más grande aún. Todos alzamos la voz hasta que llegó el momento en el que ninguno escuchaba a los demás. Terminamos dando de baja a nuestro hijo de ese colegio.

A partir de entonces comenzamos a investigar. Nos dimos cuenta de que así como el mundo evoluciona, la educación también. Supimos que hay nuevos métodos de enseñanza, que un chico bien dirigido puede aprender a leer antes de hablar, que el cerebro en crecimiento crea conexiones neuronales en forma constante, que este fenómeno ocurre, sobre todo, en los primeros años de vida y que si se pasa por alto la oportunidad de originar, a base de estímulos, más y mejores lazos intelectuales, se desperdicia buena parte del potencial de los niños.

Visitamos todas las escuelas de la zona en busca de alguna que practicara sistemas modernos de educación. Las pocas que hallamos no podían admitir al niño a esas alturas del ciclo escolar. Fue una búsqueda incesante de varios meses. Mientras tanto, María Luisa le dio clases. Estaba sorprendida por la enorme capacidad del pequeño. Ulises aprendió con su mamá a leer, a escribir y hacer cuentas con inusitada rapidez. Era vivaracho y juguetón. María Luisa me dijo que su ritmo veloz la obligaba a enseñarle de forma muy dinámica; terminaba sus tareas con celeridad y si ella no estaba presta para ponerle otro ejercicio, comenzaba a hacer travesuras. Entonces comprendimos por qué nunca se adaptó al sistema de enseñanza tradicional. 

Un infortunado día, hallamos el anuncio el periódico. Decía: “Ofrecemos servicios especiales para niños sobresalientes”.

Como no perdíamos nada con averiguar, acudimos al lugar.

Se trataba de un edificio modernista, con enormes cristales y amplios vestíbulos de mármol. En el directorio había una lista de más de cuarenta oficinas: Médicos, abogados, arquitectos, consultores... Un vigilante uniformado nos indicó el número del despacho que buscábamos. Entramos al lujoso elevador con la esperanza de hallar una respuesta a nuestras inquietudes. La oficina alfombrada tenía paredes de caoba. Un tipo alto, calvo y de lentes circulares nos dio la bienvenida. Le mostré el anuncio y le dije estabamos en busca de una escuela con métodos modernos para desarrollar el potencial de los niños. El sujeto asintió, limpió sus lentes y habló despacio. Nos dijo que habíamos llegado al lugar adecuado. Se presentó. Dijo ser psiquiatra, llamarse Lucio Malagón y estar al frente de un colegio para hacer niños super dotados. Nos llevó a una pequeña salita llena de fotografías. Había cuadros con chicos de varias razas retratados mientras tocaban el violín, pintaban al óleo, actuaban en televisión o realizaban cálculos con una computadora. Nos aseguró que todos ellos eran casos sobresalientes graduados de sus aulas. También nos dijo que Ulises podía alcanzar esos niveles y aún más.

María Luisa preguntó dónde estaba la escuela y el hombre nos dijo que se hallaba en las afueras de la ciudad. Que de hecho le llamaban “campamento”. Le dije que deseábamos conocerla; él extrajo dos álbumes del librero y nos mostró fotografías de un lugar hermoso, con habitaciones amplias, bellos jardines y aulas modernas. “Es un paraíso educativo para los niños”, nos comentó. Oprimió un control remoto y apareció en la pared la proyección de un video que enseñaba algunas de las actividades realizadas en esa fascinante escuela. Todo parecía como sacado de un cuento de ciencia ficción. Salimos de la estancia convencidos de que habíamos hallado cuanto buscábamos.

—Nuestros servicios son únicos —dijo después—. Pero tienen dos inconvenientes. El primero es el precio. Ustedes comprenden. Mantener un colegio así, cuesta mucho dinero.

—¿Y el segundo? —pregunté.

—Verán. Para lograr nuestro objetivo debemos infundirle al niño nuevos hábitos de vida y estimular su cerebro en un ambiente controlado. Le hacemos estudios físicos y psicológicos completos, monitoreamos sus ondas cerebrales durante el sueño y lo alimentamos de forma natural. Con numerosos exámenes determinamos sus destrezas específicas y le aplicamos un programa individual, a su medida. Para eso debe dormir con nosotros.

—¿Como en un internado?

—Sí. Los niños van a su casa sólo los domingos.

Nuestro entusiasmo se desinfló como un balón pinchado. María Luisa y yo no estábamos dispuestos a internar al niño en un programa educativo por más eficiente que fuera. Investigamos en otros lugares sin éxito. El tiempo pasó y no hallamos nada adecuado. Pensábamos en el campamento una y otra vez. El temor a lo desconocido nos impedía tomar una decisión, sin embargo la idea de que en ese sitio tuvieran la fórmula para estimular de manera especial la inteligencia infantil, nos animaba. Ulises merecía la mejor educación. Le planteamos las posibilidades y él se mostró ansioso de ir a una nueva escuela. Quería tener amigos. Era justo.

Cuando visitamos al psiquiatra otra vez, su aparente profesionalismo terminó de convencernos. Le dije que deseábamos probar su programa por tres meses y aceptó sin ninguna objeción. Nos llevó a un pequeño edificio al que llamaban base de ingreso. Era pulcro y hermoso. Nos dijo que en ese sitio iba a permanecer nuestro hijo durante las primeras semanas. Fuimos vilmente engañados. Mucho después supimos que la base de ingreso era sólo un escenario falso que rentaban para guardar las apariencias. Firmamos los papeles y dejamos a Ulises con el doctor. Tuvimos una sensación de desgarramiento. Era terrible pensar que en los próximos noventa días sólo veríamos a nuestro hijo un vez a la semana, pero nos aferramos a la idea de que era por su bien. Durante los primeros días, María Luisa y yo procuramos no hablar del asunto. Después de siete días de incertidumbre, fuimos por el niño a la base de ingreso. Ulises nos abrazó muy fuerte. Parecía confundido. Alegre pero temeroso; entusiasmado pero fatigado. Charló un buen rato respecto a sus nuevos amigos y durmió toda la tarde. Daba indicios de hallarse contento, así que decidimos continuar.

A los dos meses, el doctor nos comunicó que el niño era hábil para el razonamiento abstracto y que estaban llevando a cabo un proceso de profundización en informática. A los cinco meses comenzó a realizar programas complejos para computadoras, hacía operaciones matemáticas con inusitada rapidez, leía y memorizaba páginas enteras. Era maravilloso ver su progreso. Descansé al percatarme de los incipientes resultados y pagué el complemento de la cuota para cubrir el primer año de estudios.

Xavier apretó los labios y dejó la declaración de Ángel en el escritorio.

Vio las hojas escritas por María Luisa de Castillo y las tomó. Siempre era interesante comparar las distintas perspectivas de dos personas implicadas en la misma tragedia. Leyó superficialmente los primeros párrafos que narraban acontecimientos similares. Después comenzó a hallar las primeras discrepancias y se concentró.

Mi esposo parecía aferrado a la idea de continuar con el programa. Yo no estaba de acuerdo. Me opuse desde el momento en que detecté cómo el niño perdía la chispa que lo caracterizaba. Los domingos tratábamos de aprovechar el tiempo con él. Íbamos a la iglesia, al parque, al cine, a restaurantes, aunque yo lo veía cada vez más absorto. Le exasperaban los juegos de los demás niños, conversaba poco, prefería leer o hacer diagramas y sus comentarios eran siempre negativos. Decía cosas como: “Fuera del campamento, todas las personas son unas taradas”. “Odio tanta estupidez a mi alrededor”. “las personas religiosas tienen basura en la cabeza.” A los seis meses, yo estaba desesperada. Le pregunté a Ángel:

—¿Dónde está nuestro hijo noble, optimista, soñador? En cada visita a la casa se comporta de la manera más intolerante. Actúa como un adulto amargado, preso en su mundo de libros y esquemas. El no era así. Detesta a sus primos que, por cierto, parecen más inteligentes que él; al menos son más abiertos y participativos. Más normales, ¿me entiendes? Ángel, ¡yo no quiero que Ulises se vuelva un genio de la informática a ese precio! Estoy asustada. Creo que hemos incurrido en un terrible error. Lo sacamos de una escuela en la que usaban métodos arcaicos, enfadados porque nunca nos permitieron ver lo que pasaba en los salones de clases y lo inscribimos en otra con el mismo defecto. ¡Ignoramos lo que ocurre adentro!

Mi esposo trataba de tranquilizarme; decía que estaba viendo “moros con trinchete”, pero yo leí los informes modernos respecto al desarrollo sano de la inteligencia y hallé cosas que no concordaban en el programa del campamento. Las investigaciones más recientes sobre educación infantil aseguraban que los padres no son el problema de los niños, sino la solución de sus problemas, que el desarrollo del alto potencial no debe enfocarse a un aspecto de la inteligencia sino a todas. Descubrí que existen siete áreas para determinar la inteligencia racional (comprensión verbal, facilidad de palabra, razonamiento matemático, visualización espacial, memoria, atención y lógica) y cinco para definir la inteligencia práctica (socialización, manejo de emociones,  perseverancia, imaginación y autoestima) y que las últimas son más importantes para el éxito y la felicidad, que las primeras[1]. Se lo dije a mi marido.

—Ulises reprobaría en diez de las doce áreas de la inteligencia, y obtendría una calificación sobresaliente sólo en dos. Matemáticas y memorización. En ese sitio excluyen a los padres, especializan a los niños en una área, no les permiten  practicar ningún deporte o jugar, los vuelven insociables, los hacen rechazar los principios morales, los apartan emocionalmente de su familia y, por si fuera poco no admiten visitas al campamento. Ulises me dijo que desde la primera semana lo transportaron en un autobús durante dos horas para llegar al verdadero centro secreto.

Mi esposo se molestó conmigo. Me llamó paranoica, sin embargo, al cabo de los días, terminó por darme la razón. Él mismo se dio cuenta que Ulises había cambiado incluso en el aspecto físico. Estaba más gordo, su piel se había resecado, casi no salivaba, siempre tenía la lengua y los labios partidos y sus córneas parecían ligeramente azuladas.

A los ocho meses Ángel llamó por teléfono a Malagón. Escuché la conversación desde la extensión telefónica de mi cocina. Fue desesperante. 

—Mi esposa y yo hemos decidido retirar a Ulises de su campamento. Sabemos que el dinero no es reembolsable y estamos de acuerdo. Pero no queremos esperar hasta el domingo. Deseamos recogerlo hoy mismo. ¿Nos puede decir dónde está el niño?

Hubo un largo silencio en la línea.

—Doctor, ¿está ahí? ¿Me escuchó?

—Sí... Sólo que la ubicación es confidencial. Usted sabe, estamos desarrollando tecnología educativa...

—No quiero exasperarme, pero me está invadiendo la sensación de que mi hijo está secuestrado.

—Ja, ja. No me haga reír. Ustedes lo inscribieron en el internado y aquí tenemos reglas. Además el niño está tomando algunas vitaminas. No puede llevárselo a mitad del tratamiento y menos en martes.

—¿Tratamiento? ¿Lo intoxican al principio de cada semana para experimentar con él y lo limpian los sábados para que pueda vernos?

—Señor Castillo, le sugiero que se calme y no invente infundios. Lo que le damos al niño no es medicina, sólo sustancias que estimulan su inteligencia. La química ha evolucionado y existen compuestos inofensivos que, si se administran con cuidado, producen rendimientos intelectuales muy altos. Sabemos lo que estamos haciendo y créame, todo es para bien del niño. ¿Ha visto cómo ha elevado su capacidad de razonamiento matemático y la prodigiosa memoria que tiene?

—¿Y usted ha notado lo inseguro, lo antisocial y lo agresivo que está?

No me pude contener. Hablé desde mi teléfono interrumpiendo la conversación de mi esposo con el psiquiatra.

—Soy la mamá de Ulises. En los últimos días he leído mucho. Ustedes son un verdadero timo. Los expertos dicen que en la educación de los niños existen tres aberraciones: la primera, no hacer nada para estimular su mente; la segunda, enseñarlos con métodos represivos y, la tercera, darles drogas exógenas. Es repugnante que un entrenador deportivo tolere la pereza, pero también que fuerce a sus atletas en forma cruel, y mucho más, que les suministre esteroides anabolizantes. Usted está haciendo lo tercero. Ha caído en esa aberración, que además es un delito.

—Señora. Nosotros somos los mejores educadores para desarrollar el talento en este país. No puede discutir eso.

—¡Sí lo discuto! Un verdadero centro educativo para impulsar el alto potencial de los niños debe estar abierto a los papás, dar capacitación a la familia, hacer énfasis en el desarrollo de todas las áreas de la inteligencia racional, pero, sobre todo, en las áreas de inteligencia práctica; enseñar valores, ética, asertividad, desenvoltura; darles mucho deporte, juegos, concursos... y cero, ¿me oye?, ¡cero medicamentos!

 —Si buscaban eso, debieron inscribir al niño en otro colegio. Siempre fui claro respecto a lo que les ofrecía.

Ángel volvió a tomar el mando de la discusión.

—¡Nunca nos habló de que le suministrarían drogas!

—Es inútil discutir. Además, a estas alturas, si quieren retirar a Ulises tienen que preguntarle a él. Tal vez no desee suspender el programa.

—Nosotros somos sus padres. ¡Está bajo nuestra tutela! Así que, aunque él no quiera, lo vamos a suspender.

—El domingo, ¿le parece? Llevaré personalmente al niña hasta su casa.

—No voy a esperar hasta el dom...

La línea se cortó.

Fuimos al consultorio y tratamos de obtener información con la recepcionista respecto a los otros padres del programa; pero nos dijo que la mayoría vivía en diferentes ciudades y sólo los visitaban a sus hijos una vez por mes.

Después acudimos a la base de ingreso y, aunque estaba cerrada, descubrimos a través de las ventanas que era un local adornado con muebles y paredes de utilería como el escenario de un teatro.

Contratamos a un investigador privado.

La incertidumbre nos martirizó cuando Ángel descubrió por casualidad, en una revista antigua, las imágenes de niños tocando el violín y pintando al óleo. Me preguntó si no eran las mismas que el psiquiatra tenía enmarcadas en su lujoso despacho. Las vi y me aterroricé. Eran las mismas. Eso significaba que todo había sido un circo, una farsa, incluyendo los álbumes con las fotografías de habitaciones amplias, jardines y aulas modernas.

El domingo siguiente el psiquiatra no llegó con el niño a las nueve de la mañana como había prometido. Dieron las diez, las once, las doce... Ángel y yo esperamos en la calle muy nerviosos. Teníamos la sensación de que algo malo iba a ocurrir. A la una de la tarde vimos el auto del doctor. Nos lanzamos sobre él apenas lo estacionó. Ulises no venía en el coche. Malagón abrió la ventanilla. Nos dijo que el niño se había negado a volver, que cuando supo que queríamos sacarlo para siempre del campamento se puso furioso, que lloró y pataleó como si tuviera un año de edad, que se orinó en el pantalón y gritó que no quería irse. El tipo nos dijo que era perjudicial dejar las cosas a medias pues podía haber una regresión. Mi marido lo agarró de la solapa. Yo gritaba buscando un policía. El hombre subió el vidrio eléctrico para obligar a Ángel a soltarlo. El auto comenzó a andar. Nos dejó atrás.

—Se va a arrepentir —gritó mi esposo con todas sus fuerzas—. ¿Me oye? ¡Se va a meter en serios problemas!

El coche se alejó.

Esa tarde levantamos un acta de secuestro en el Ministerio Público.

Al día siguiente llegó Malagón a nuestra casa. Traía a nuestro hijo.

Nos dijo:

—Estoy consternado por lo que ha ocurrido. Convencí a Ulises de que regresara con ustedes. No fue fácil, sin embargo aquí lo tienen. Discúlpeme si me exasperé, pero compréndame. Ulises es muy valioso, y perder a un niño como él resulta triste para nosotros. En fin... Ustedes son sus padres y tienen la última palabra. Yo me lavo las manos de la decisión que acaban de tomar.

Dio la vuelta y salió sin despedirse.

Adivinamos que el hombre estaba temeroso, como si hubiera reflexionado respecto al riesgo que corría si seguíamos investigando.

Fuimos al hospital, llamamos a nuestro pediatra en forma urgente. Revisó al niño. Le hizo análisis clínicos. No le cupo duda. Había consumido durante mucho tiempo algún tipo de droga.

Mi marido estaba furioso. Yo ya no quería que se metiera en más problemas, habíamos recuperado a nuestro hijo, pero Ángel estaba dispuesto a averiguar lo que había detrás del susodicho campamento.

Así fue como empezamos a perseguir a Lucio Malagón.


[1] Cómo estimular la inteligencia de su hijo. Readers Digest de México S.A de C.V. México 1998.

3

LOS NIÑOS PIDEN POCO

Gonzalo Gamio recibió a Xavier Félix con cierta formalidad. Lo hizo pasar a su acogedora sala.

—¿Por qué me mandó llamar, padre? —preguntó al sacerdote después de saludarlo.

—He recibido noticias de tu hija. ¿Desde cuándo no la ves?

Xavier carraspeó y tragó saliva.

—Le llamo por teléfono y le envío regalos de vez en cuando.

—No contestaste mi pregunta.

—Cuatro años, padre. Tiene cuatro años que no la veo. Usted lo sabe muy bien.

—Es mucho tiempo para una niña... Xavier, debes resignarte, y pensar en el futuro.

—¿Por eso me llamó? —apretó los dientes sin poder evitar que el chasco se convirtiera en pesar—. Supuse que había descubierto alguna pista del paradero de mi hijo. Debo encontrarlo. Si vive, tiene ocho años de edad. ¡Ocho años! ¿Puede imaginarse cuánto me necesita?

Gonzalo Gamio puso una mano en el hombro de Xavier y lo miró con seriedad.

—Tienes que volver al planeta. Poner los pies en la Tierra. Incorporarte a la vida. Estás enajenado. Despierta.

Negó con la cabeza. Por lo regular se mantenía impasible, pero estando con ese viejo asesor espiritual sus defensas emocionales bajaban. No podía ponerse máscaras frente a él.

—Hace cuatro años, mi esposa renunció al hospital. Dejamos a Roxana en casa de mi mamá y comenzamos a peregrinar de ciudad en ciudad. Descubrimos todo tipo de criminales, desde simples ladronzuelos hasta bandas organizadas. Nos impresionó saber cuántos canallas se ganan la vida explotando a menores de edad. ¡Muchos pordioseros roban niños para obligarlos a pedir limosna y a prostituirse! Otros grupos, más sofisticados, los venden entre sus contactos internacionales que comercian con órganos (corazón, hígado, córneas, riñones) para transplantes. En varios países del Medio Oriente aún existe el tráfico de esclavos; ahí llevan a niños cautivos son llevados ahí para ser explotados, sobre todo laboral y sexualmente... Hay cientos de pequeños plagiados cada año. Los motivos son muchos: Secuestradores que piden dinero, enfermos mentales que los apresan para satisfacer sus delirantes deseos, millonarios sin escrúpulos que compran bebés, chalados como Malagón que los usan en sus experimentos y degenerados que producen pornografía infantil.[1]

Hizo una pausa para limpiarse la cara. El sacerdote le apretó el hombro cariñosamente. Conocía esos datos, pero no lo interrumpió. Sabía que Xavier necesitaba enumerarlos de vez en cuando para disminuir un poco su presión interior.

—Ximena y yo nos enteramos de muchas historias macabras —continuó—, viajamos a rancherías, visitamos orfanatos, peleamos contra mafias y mafiosos. En dos años envejecimos. Hallamos... más de treinta niños extraviados que devolvimos a sus familias, pero no al nuestro... Una noche, en plena sierra de Chihuahua, encontramos el cuerpo de un pequeño que había fallecido, atado por algún fanático, en una cueva. Se parecía mucho a nuestro hijo. Mi esposa perdió la razón. Le afectó al grado de no poder coordinar sus movimientos. Entonces ocurrió el accidente...

El sacerdote suspiró. Se puso  de pie y llamó a su acólito.

—¿Quieres una limonada?

—Da lo mismo.

Un joven con retraso mental entró en la sala. Gonzalo le pidió un par de bebidas refrescantes y volvió a tomar asiento.

—Cada vez que escucho ese relato —dijo—, se me parte el alma.

—Yo lo escucho a diario. ¡Mi mente se encarga de recitármelo! Soy una piltrafa humana. Por fuera me veo normal, pero me estoy pudriendo por dentro. Camino por la vida como un desahuciado en el desierto. Nadie me ayuda ya con las investigaciones. El comandante de la policía que me brindó su amistad en un principio, también murió. Lo acribillaron en un operativo de narcóticos.

El asistente del cura llegó con una charola. Su destreza era asombrosa. Sin duda había sido capacitado con paciencia. Colocó los vasos sobre la mesa, hizo una media reverencia y se fue.

—Alguna vez me dijiste que tu hija, Roxana, adoraba a su hermanito —declaró Gonzalo disparando a bocajarro—, ¿has pensado en la forma en que le ha afectado a ella todo esto?

—Sí, padre no me atormente más. Tengo conmigo una nota que ella me escribió hace cuatro años. A veces la leo, pero pienso que la niña debe haber estabilizado su vida. Yo estoy mentalmente enfermo. Necesito una terapia psicológica. Si vuelvo con Roxana y ella presencia mi desesperación crónica la afectaré más. Seguramente mi madre la cuida bien.

—¿Por qué cometes un error tras otro? Tu madre es una mujer mayor de edad y cada vez le resulta más difícil hacerse cargo de dos nietos.

—¿Dos?

—Te has alejado por tanto tiempo que no estás enterado de las últimas noticias.

Xavier se encorvó entre apenado y abatido.

—Tu única hermana siguió el ejemplo que le diste. Tal vez por motivos menos graves, pero con el mismo resultado. Siendo soltera, hace dos años tuvo un hijo. Luego se enamoró de un chileno, se fue a Chile con él y dejó a su niño con tu mamá. ¿No te parece que son un par de hermanos irresponsables?

—Como tú lo dijiste, mis motivos fueron más serios.

—¡Xavier, reacciona! No puedes quedarte atascado en el ayer. Debes recuperar a tu familia. Perdiste a un hijo de cuatro años, pero tienes a otra de trece. No la desampares. La vida sigue.

Sintió que el calor lo sofocaba. Miró la limonada frente a él y la bebió de un sorbo.

—¿Sabes que Roxana ganó un concurso de composición literaria en la secundaria?

—No.

—Tu madre me envió una copia de su trabajo. Estaba orgullosa.

El sacerdote fue a su escritorio y extrajo una hoja. Se la alargó a Xavier. El manuscrito estaba hecho con letra prolija.

—¿Mi... mi hija escribió esto?

—Sí. Ganó el primer lugar a nivel estatal.

—Vaya.

Comenzó a leer.

Si los niños vivimos con golpes, aprendemos a ser agresivos. Si vivimos con burla, aprendemos a ser tímidos. Si vivimos con indiferencia, aprendemos a ser fríos.

Es un honor para mí presentarles el tema: “Los niños pedimos poco”.

Hace varios días, una maestra le pidió a sus alumnos que escribieran un deseo para Dios. Hubo una carta que conmovió a toda la gente y se publicó en la portada del diario principal de su ciudad. Decía así:

“Señor, tú que eres bueno y proteges a todos los niños de la Tierra, quiero pedirte un favor: Transfórmame en un televisor... para que mis padres me cuiden como lo cuidan a él, para que me miren con el mismo interés con que mi mamá mira su telenovela preferida o papá el noticiero. Quiero hablar como algunos animadores que, cuando lo hacen, toda la familia se calla para escucharlos con atención y sin interrupciones. Quiero sentir que mis papás se preocupan por mí, tanto como se preocupan cuando el televisor se descompone y rápidamente llaman al técnico. Quiero ser un televisor para ser el mejor amigo de mis padres y su héroe favorito. Señor, por favor. Aunque sea por un día... Déjame ser un televisor.” [2]

Algunos padres dicen, “yo nunca haría a un lado a mi hijo”, pero todos lo hacen. A veces mientras ven la película que alquilaron, y otras mientras atienden amigos, trabajo, citas, viajes y compromisos. ¡Es verdad! Los adultos no se comunican con los niños.

Sé de un vecino a quien tratan como estorbo; sus padres le gritan, lo golpean cuando hace travesuras y se pelean frente a él, sin importarles la angustia que le producen. Muchos niños viven con miedo, indiferencia, burlas y sufren tanto como los pequeños abandonados.

En diciembre fui con mi abuelita a una colonia de gente muy humilde. Nos llamó la atención que un grupo de mujeres ricas asistiera a ese lugar para ofrecer desayunos a los niños pobres. Le pregunté a uno de ellos dónde estaba su mamá y me contestó: “Trabaja como nana en la casa de esa señora rica y le cuida a sus bebes mientras ella viene aquí a cuidarnos”.

Hay quienes presumen de ser caritativos, pero tienen el corazón hueco. Desean arreglar el mundo, pero dañan a sus propios hijos.

Los adultos son responsables de nuestro nacimiento y en su egoísmo, ignoran que también tenemos necesidades y derechos. Los niños somos personas puras y buenas. Llegamos al mundo con la mente limpia y queremos aprender. Observamos a nuestro alrededor y sólo vemos familias deshechas, pleitos, divorcios, robos. Nuestros padres y maestros nos enseñan a mentir y a temerles.

A una locutora de televisión, su hija le preguntó: “Mamá, ¿por qué tienes una cara tan bonita en la tele y tan fea en la casa?” Ella contestó: “Porque en la tele me pagan por sonreír, hija”, y la niña agregó: “¿Cuánto debo pagarte para que sonrías en la casa?”

Los niños no queremos dinero, no nos interesan patrimonios o cuentas bancarias, a veces los adultos quieren heredarnos “eso”; pero, con todo respeto, ¡es basura! Lo que los niños pedimos es poco. Sólo atención e interés. También tenemos nuestros problemitas y a veces no hay nadie cerca para platicárselos; también tenemos nuestro corazón y a veces no hay a quien abrazar para decirle “te amo”; también tenemos un gran deseo de aprender cosas buenas y a veces no contamos con alguien que nos enseñe con paciencia.

Un niño que se llamaba Carlos Schulz, a los cuatro años de edad hizo un dibujo feo de su perrito, pero la maestra le dijo: ¡eres un gran pintor! Su padre también lo felicitó, lo abrazó y pegó el dibujo del perro en la pared. En adelante, cada dibujo que Carlos hacía, su padre lo ponía en la pared y les presumía a todos de lo bien que dibujaba su hijo. Cuando ese niño creció, fue el autor de Snoopy y muchos otros personajes.

Los niños nos convertimos en triunfadores si los adultos nos tratan como triunfadores. Los niños nos convertimos en problemas si los adultos nos tratan como problemas. Somos masilla en sus manos. ¡Por favor, papá, mamá, maestro, maestra, enséñennos lo bueno de ustedes! Adulto: los niños pedimos poco. Somos almas limpias, no nos ensucies; somos corazones buenos, no nos hagas malos; somos seres humanos, ayúdanos a vivir y así, cuando crezcamos, podremos decirte: gracias por lo poquito que me diste, porque ese poquito fue justo lo que yo necesitaba para ser feliz...

Se quedó  boquiabierto mirando el texto. Dudaba mucho que hubiese sido escrito por una adolescente, pero de cualquier modo lo había conmovido. No hablaba de niños robados ni de tráfico de órganos ni de esclavitud en Medio Oriente. Hablaba de los niños que sin haber caído en extremos trágicos, tienen una vida aparentemente normal, pero llena de tristeza. Hablaba de su hija...

Hay quienes presumen de ser caritativos y tienen el corazón hueco. Desean arreglar el mundo y dañan a sus propios hijos.

Inclinó la cabeza otra vez, vencido por la presión interior. ¡Qué miope, qué torpe, qué...!

—Debes regresar a la capital. Tu hija necesita a su padre.

—¿Y por qué? —preguntó apretando un puño con repentina rabia—. ¿Qué culpa tiene esa niña de que se hayan robado a su hermano, de que su madre haya muerto de esa forma y su padre vuelto medio loco? ¿Por qué a unos les va tan bien y a otros tan mal? ¿Dónde está la justicia de Dios? ¡Explíquemelo! Yo solía pensar que a la gente mala le va mal, ¿cuándo fuimos tan malos en mi casa para merecer esto?

El chico discapacitado entró a la sala atraído por los gritos.

—No hay ningún problema —le dijo el padre—, puedes irte.

Pero el joven, inocente, señaló a Xavier con el índice y balbuceó un par de frases ininteligibles.

—No te preocupes —insistió su tutor—. A veces las personas lloramos y luego nos sentimos mejor. A ti también te pasa. ¿Recuerdas?

El joven se retiró sin dejar de mirar al visitante.

—A ver —comenzó Gonzalo—. ¿Tú crees que todos tenemos los mismos derechos?

—¡Por supuesto!

—Pues estás en un error. Ese chico minusválido tiene más que nosotros.

—No entiendo.

—Imagina que entre mil personas, a la señora Pérez le roban su bolsa. En forma automática ella adquiere un derecho que no tienen las otras novecientas noventa y nueve personas. El de que su bolsa le sea devuelta. A eso se le llama “derecho de restitución”. ¿Comprendes? Los niños huérfanos, los que nacen enfermos, las víctimas de la maldad, no se lo merecen. Ni sus padres ni ellos pecaron; a la larga se les devolverá multiplicado cuanto se les quitó. Serán bendecidos de forma profusa.

—¿Dónde dice eso? —cuestionó Xavier a manera de objeción—. Muchos versículos bíblicos aseguran que el mal se castiga y el bien se premia, pero no conozco ninguno que declare: “si a un hombre bueno le va mal, Dios lo recompensará posteriormente”.

—Pues yo sí. Lo asegura el libro de Job y, sobre todo, el “Sermón del Monte”. ¿Te parece poco? Jesús no dice: “bienaventurados los hambrientos porque están purgando una condena que tienen merecida”, dice que serán saciados. No dice: “bienaventurados los que sufren porque así aprenderán a ser buenos”. Dice: “si sufren, serán consolados, si están enfermos, serán sanados, si lloran, reirán y si son humildes, poseerán el Reino de los cielos”. Es el decreto del equilibrio.

—Pero ¿por qué se nos quita algo para después devolvérnoslo? ¡Es absurdo!

—Xavier, vivimos en un mundo en el que predomina la perversidad. Tú lo has comprobado. Muchos acontecimientos negativos son consecuencia de nuestra mala conducta, tal como lo dicta la ley de causa y efecto; pero otros sucesos dañinos simplemente llegan a nuestra vida porque estamos rodeados de maldad. A estas desgracias se les estampa el sello de restitución. No quedarán así. Se recompensarán a los que sufren con sobreabundancia de bien.

—Entiendo la mecánica, pero no me gusta.

—Claro. Todos deseamos justicia inmediata. Por eso debemos actuar; ofrecer en vez de reclamar, ayudar en vez de lloriquear. Si no puedes abrazar a tu hijo ausente, abraza a tu hija presente. Conviértete en algo así como un “agente de restitución”.

Xavier se dio cuenta de que el chico minusválido espiaba, escondido detrás de la puerta.

—De acuerdo. Me ha convencido. Iré a la capital.

El sacerdote extrajo de su cartera una tarjeta de presentación y se la alargó.

—Si lo haces, aprovecha también para visitar este lugar. Es importante.

Xavier leyó en voz alta el título de la cartulina.

—Dirigentes del mundo... —hizo una pausa— ¿futuro? ¿Qué significa?

—Es un sitio en el que está a punto de brotar algo muy grande. La energía atómica sirve lo mismo para construir que para destruir. Depende en qué manos caiga. Lucio Malagón ha salido de la cárcel.

—¿Cómo?

—Estuvo encerrado cuatro años. Es un tipo maniático y resentido.  Está dispuesto a vengarse de Ángel Castillo. También por eso te llamé. Ve al domicilio de la tarjeta, pregunta por la directora y dile que te envía el padre Gonzalo Gamio. Entrégale este sobre de mi parte.

—No entiendo.

—Una vez que hayas entrado, pide informes. Diles que también te interesa inscribir a un hijo con ellos. Entonces comprenderás.

Miró la tarjeta con recelo.

—Muy bien —se frotó las manos como un luchador que está a punto de iniciar una pelea que ha anhelado durante años—, visitaré a los supuestos “dirigentes del futuro”.


[1] Gordon Thomas. Infamias de fin de siglo. Editorial Selector. México 1992. Eugenio Aguirre. Los niños de colores. Grupo Editorial Siete.  México 1993.

[2] La fuente del párrafo Conviérteme en un televisor, es desconocida. Llegó a manos del autor como regalo en un viaje a Buenos Aires. El dador aseguró haberla obtenido de un periódico en Santiago de  Chile.

Tiempo de ganar

1

PRODUCTIVIDAD MEDIBLE

Ayer mi hijo me invitó a jugar con una aplicación interactiva. Desde el teléfono debía disparar a los blancos enemigos, pero no los identificaba fácilmente. Los ladinos se escondían. Fui acribillado una y otra vez. Mi hijo se rio. “¿Por qué no disparas, papá?”. Contesté: “Porque no sé qué rayos estoy buscando”.

¿Qué buscamos en este libro?¿Los más altos niveles de rendimiento personal? ¿Nuestra productividad medible? Y ¿qué es eso?

Si habláramos de fabricación industrial, haríamos comparaciones como ésta: la “máquina X” elabora juguetes; hace un gran ruido, mueve engranes, empuja pistones, activa inyectores, consume combustible y produce DIEZ juguetes al día. Por otro lado, la “máquina Z”, no hace ruido, consume menos combustible y produce MIL juguetes diarios. ¿Cuál es más productiva?

Como aquí hablaremos de “personas”, pensemospor ejemplo: Pedro a los 30 años culminó su carrera profesional y dos maestrías; se casó, tiene un hijo y una esposa a quienes cuida con esmero; se ha convertido en líder de ventas y genera en promedio treinta negocios importantes al año. Ahora comparémoslo con Juan, de la misma edad: no terminó la universidad, está indeciso de casarse con su novia, ha cambiado de empleo cinco veces, actualmente no tiene trabajo, y no ha generado ningún negocio de importancia… ¿Quién es más productivo? ¿Pedro o Juan?

Todos tenemos la misma cantidad de días y horas en un  periodo de tiempo. Para medir el rendimiento personal debemos preguntarnos: ¿Quién hace más cosas buenas durante ese lapso? ¿Qué resultados medibles logran uno y otro?

¿Acaso se trata de una competencia?¡Qué inconveniente! (protestarán algunos). Claro (habrá que contestarles): la vida es una competencia; con los demás y con nosotros mismos. De hecho, el resumen de la vida es éste: Se recuerda con mayor admiración y cariño a las personas altamente productivas porque siempre dejan un legado.

Anteriormente la gente soñaba con retirarse o jubilarse para no hacer nada. Hoy sabemos que sólo quien ama lo que hace y lo disfruta está retirado del trabajo, pero no deja de ser productivo jamás. Porque la productividad le da otro giro a nuestros actos. Convierte el agotamiento en satisfacción.

Hace dos años conocí a un hombre muy especial. Se llama Joch. Hizo las gestiones para contratarme a nombre de su empresa. Acordamos tener ocho sesiones (una por semana), para entrenar a los trabajadores y gerentes en el método timing. Como la empresa en la que Joch trabajaba se encontraba en Guadalajara y en aquel entonces yo radicaba en la Ciudad de México, iba a tener que tomar un avión de ida y vuelta cada lunes durante dos meses.

Esa tarde Joch me esperaba en la sala de llegadas del aeropuerto. Sostenía, tembloroso, un letrero con mi nombre. Iba enfundado en una especie de aparato ortopédico para piernas completas con dos bastones de apoyo. Me acerqué a él identificándome. Se aprestó a abrazarme poniéndose en problemas de equilibrio. Después acomodó sus bastones, tomó la empuñadura de mi maleta y la jaló. Cojeaba de la pierna izquierda y hacía un extraño movimiento semicircular con la derecha. Nos subimos a un taxi. De camino a las oficinas me confesó que había tenido un accidente de trabajo seis meses atrás. Relató contristado:

—Fue una tragedia, afectó a toda la empresa; después del accidente, el rendimiento de los trabajadores bajó; la productividad cayó; por eso estás aquí; convencí al director general para que te contratara, pero en realidad lo hice también con la esperanza de que me ayudaras a mí. Verás. Fui reasignado como encargado de presupuestos y cotizaciones, pero odio esa labor; soy malo para los números; además, estaba deprimido y lleno de pensamientos venenosos. Así que no trabajaba bien y la empresa perdió la licitación de tres concursos de los que yo estaba encargado. El GJ (así le decimos; significa “Gran Jefe”. Aunque después yo le agregué TS que quiere decir “Toro Sentado”. Sin intenciones de aludir al personaje histórico, sino por la risible similitud de su figura con un bovino que no se mueve de su silla) —sonrió—; el GJ-TS se puso furioso. Me dijo que yo estaba ahí por lástima; que el director general de la empresa me había permitido quedarme para evitarse problemas, pero que a mí no me gustaba el trabajo, por lo tanto  debía entregarle el departamento y la oficina; me mudaría al último rincón y ahí pasaría el día. Me pagarían mi sueldo, sin hacer nada. En esta empresa hay muchos trabajadores poco eficientes, pero yo soy el número uno. El rey de los improductivos. Así me conocen. Y, la verdad, ya me harté de eso.

Joch tenía razón en su hartazgo. Ninguna persona mentalmente sana puede ser feliz sabiéndose improductiva.

Por definición, el improductivo es estéril,carece de propósito en la vida, estorba, origina conflictos, pide favores y préstamos (se especializa en pedir), incluso limosna; y con frecuencia acaba en profunda depresión. De hecho, quien no se valora a sí mismo es improductivo: no hace bien su trabajo, no cumple sus promesas, no está presente cuando se le necesita, no tiene fuerza para enfrentar retos.

Nuestra productividad incluye generar dividendos económicos, pero va mucho más allá del dinero. Tiene que ver con nuestra influencia en el mundo y estima propia. Independientemente del trabajo, tú y yo vivimos para ser productivos. Ésa es nuestra razón de existir.

2

DIS-FRUTABLES

Dar fruto es progresar para tu propio beneficio, pero brindando también a otros el beneficio de tu trabajo. Quien da fruto es alguien disfrutable. Dis-frutar viene de la palabra des-frutar; antes, por ejemplo, un niño le decía a su padre: “¿Puedo des-frutar el árbol de peras?”. Se des-fruta un árbol quitándole la fruta para comerla, venderla o sembrarla.

¿Conoces a alguien cuya compañía se disfruta? Es porque produce buen fruto: ¡sus palabras, su sabiduría, sus consejos, su riqueza material, o sus bromas! ¿Conoces a alguien cuya compañía prefieres evitar? Es porque no produce fruto (o el poco que produce es amargo). Ser productivo es sinónimo de dar buenos frutos. (Y por sus frutos los conoceréis).

Joch me platicó que esa sensación de improductividad lo estaba matando. Dijo: “Me separé de mi esposa después del accidente y ella se ha negado a hablar conmigo porque dice que contamino su estado de ánimo. A mis padres no les interesan mis charlas. Mi sobrino no quiere que le ayude a hacer sus tareas. Soy rechazado por todos. Hace poco, me miré al espejo y observé la imagen de una persona sin vida, invisible, que podría no existir y daría exactamente lo mismo”.

La medida es simple: puedes saber cuán productivo es un ser humano, evaluando qué tan disfrutable es; cuál es su grado de aportación al entorno y a sí mismo.

Todo lo que tenemos en la vida es prestado. El cuerpo, la familia, los talentos, el dinero, los bienes materiales. Nuestra obligación elemental es hacer que cuanto está bajo nuestro cargo se multiplique y mejore. Por el simple hecho de que tú toques algo o a alguien, debe valer más, no menos. Nuestra misión en la vida es sumar valor a aquello en lo que tenemos injerencia. Tu hijo no debería decir: “Por culpa de mis padres estoy traumado, lastimado y apocado”; debería decir: “Gracias a ellos soy una persona exitosa y feliz”.  Nuestra existencia tiene diferentes dimensiones. Las principales son: salud física, preparación mental, espiritualidad, pareja, familia, amistades, trabajo y creatividad. En todas ellas debemos sumar valor y dar fruto.

Ahora hablemos de trabajo. En ese ámbito, el tema de la productividad causa incomodidades, porque cuando alguien lo menciona creemos que tiene intenciones de hacernos trabajar más. Pero veamos las cosas en blanco y negro: el trabajo es una de las áreas vitales de toda persona sana. Quien no tiene trabajo se siente incompleto. Tú y yo somos personas de bien, por lo tanto trabajamos.

Si alguien nos contrata, lo hace por una sola razón: porque podemos dar fruto valioso. Al momento en que dejemos de generarlo, perderemos el empleo. Lo mismo aplica si ponemos un negocio: nuestros clientes nos buscan porque les damos un producto disfrutable a cambio de su dinero. Dejemos de darles ese producto y se irán con la competencia.

Cuando sólo “cumplimos”, llenamos un hueco. Pero si desbordamos nuestras habilidades en éxitos que exceden lo requerido, nos convertimos en personas altamente realizadas, distinguidas por un fruto de grandeza, con la satisfacción intrínseca de saber que, sin nosotros, nuestro pequeño mundo no sería lo que es; entonces nos amamos más porque la alta productividad personal eleva la autoestima.

3

CUESTIÓN DE RITMO

A pesar de su doble cojera, Joch se movía rápido. Caminando por las oficinas de su empresa, detrás de él, miré alrededor tratando de percibir “el ritmo” del lugar. La gente parecía impecable, uniformada, en silencio, pero noté que me espiaban con desconfianza. Algunos murmuraban al verme pasar. Había algo pesado en el ambiente. Iba a ser un reto interesante impartir ocho charlas a los empleados de esa compañía.

Para llegar al cubículo de Joch, fue necesario sortear un acceso obstruido por cajas de cartón y aparatos eléctricos descompuestos; su rincón tenía escasos dos metros cuadrados, con una silla y una mesa desvencijada. La luz era mortecina. Casi lúgubre. No había teléfono ni computadora.

—Te presento el calabozo de la ociosidad. Como te comenté, mi jefe me castigó. Aquí paso cuarenta horas a la semana haciendo nada. Pero en realidad no soy el único. Hay muchos que aparentan trabajar y pierden el tiempo.

El ritmo se percibe en el ambiente. Aunque Joch mantenía un puesto de bajo rendimiento “oficial”, algunos otros lo tenían a escondidas, dejaban pasar la jornada sin producir mucho. Para elevar nuestro rendimiento personal, no sólo en el trabajo, pero incluyéndolo, debemos considerar que todo es cuestión de ritmo.

El ritmo mental se manifiesta en nuestros movimientos. Cuando vas a un gimnasio, escuchas música intensa, que te pone en un ritmo adecuado para ejercitarte. El ritmo te hace moverte, pero no sólo se trata de rapidez, sino de intenciones y emociones. Imagina que caminas con tu pareja en un bosque; ambos escuchan el rumor de los árboles, las hojas rozándose a causa del viento, el lejano riachuelo emitiendo el eco del agua en movimiento, los pájaros gorjeando, los insectos frotando sus patas. Hay un beat musical que los envuelve. Tu pareja y tú van por el bosque tomados de la mano y construyen una conversación de amor. A veces guardan silencio y respiran hondo, forman parte de ese hermoso ritmo natural. Ahora imagina que en tal ambiente exquisito se escucha el ruido de un grupo de personas acercándose con sierras y antorchas para cortar árboles y quemar plantas; también cargan armas, disparan a los animales y profieren majaderías. ¿Qué sucedió? Los intrusos traen consigo un nuevo ritmo. Completamente asincrónico.

Hace poco visité la casa de unos amigos, quienes no se explican por qué su hijo adolescente es tan rebelde. El muchacho estaba encerrado en el baño. Escuchaba a todo volumen una música desafinada, conformada sólo por percusiones; el vocalista, de voz grave y rasposa, repetía el estribillo reiterativo. Fuck you, fuck you, fuck you. Y el coro le contestaba Fuck your mother, una y otra vez. Me pregunté si nadie en esa casa se daba cuenta de que la música también contribuye a ponernos en ritmo para la vida. Que los seres humanos somos rítmicos. De manera automática todos tenemos un compás de desplazamiento diario, al trabajar, al charlar, al efectuar cada uno de nuestros quehaceres. Nos movemos conforme a ciertos beats mentales.

Este concepto es neurálgico, de importancia fundamental:

ENTRAMOS A UN RITMO PRODUCTIVO (+) cuando aprovechamos las horas al máximo, nos sentimos plenos y dejamos una estela de bienestar. RECUERDA ESOS DÍAS EN LOS QUE REALIZAS ACTIVIDADES EXITOSAS: haces cosas que construyen y levantan tu estima, entras en una cadencia mental que te lleva a alcanzar más metas constructivas, sientes entusiasmo y energía para lograr otra y otra más; a cada tarea que completas le pones una estrella mental y eso te anima a seguir adelante; nada parece detenerte; tu cadencia es rápida, eficiente; al terminar la jornada te das cuenta de que finalizaste trabajos pendientes, resolviste problemas, obtuviste ganancias, consolidaste relaciones, y la gente con la que conviviste terminó haciendo lo que sugeriste.

ENTRAMOS A UN RITMO NOCIVO (-)cuando el día se nos esfuma sin que hayamos hecho nada productivo y dejamos una estela de conflictos. RECUERDA ESAS JORNADAS EN LAS QUE SIENTES IRRITACIÓN Y FASTIDIO; cometes errores o las cosas te salen mal, te llenas de emociones negativas y percibes un beat asincrónico; discutes con la gente, te equivocas una y otra vez, haces cosas que molestan a los demás. Como no avanzas en el trabajo, decides posponer los pendientes. Tu cadencia es lenta, desafinada; te duele la espalda, la cabeza, la rodilla o la rabadilla, y al final del día sólo te apetece tirarte a ver la televisión o dormirte.

Todos hemos experimentado los dos tipos de días.Durante un periodo determinado de años, hay gente que vive más tiempo computable en ritmo productivo (+). Por lógica matemática, esa gente tiene más logros y mayor rendimiento. Simple, ¿no crees? Eso es parte del secreto de Juan, quien ha logrado tanto a sus treinta años de edad en comparación con Pedro, que parece tan estéril. El ritmo productivo (+) hay que buscarlo, provocarlo, crearlo y hacerlo fluir. el ritmo nocivo (-) hay que evitarlo, romperlo, revertirlo.

En el deporte esto se aplica todo el tiempo. Durante un partido en el que dos equipos o atletas compiten, con frecuencia uno de ellos tiene el control de las jugadas, es más rápido, más certero, más dominante. ¿Qué hace entonces el contrario? ¡Pedir tiempo fuera, distraer, fingir una lesión o simplemente cambiar el ritmo del partido! En el deporte todo es cuestión de ritmo. En la vida y en el trabajo, también. Si has perdido dinero, tiempo, posicionamiento, prestigio u oportunidades; es momento de pedir tiempo fuera y cambiar tu ritmo. Basta de perder. Es tiempo de ganar.

4

POTENCIADORES

Joch me llevó al departamento de Recursos Humanos. En las paredes del recinto colgaban, con marco de obsidiana, cuatro placas troqueladas: la Misión, la Visión, los Valores y la Cultura de la empresa. Leí los postulados. Tenían una composición gramatical rimbombante, como si hubieran sido redactados por algún comité académico. Contenían la misma palabrería de siempre: “atención al cliente, servicio, excelencia corporativa, cuidado ambiental, coadyuvantes del cambio”.

Joch me presentó a la gerente de Recursos Humanos. Era una ejecutiva delgada, de unos treinta y cinco años, vestida con traje sastre; tenía la mirada dulce pero desconfiada, de las mujeres que han luchado y sufrido mucho.

—Mi nombre es Isabel —me saludó de mano—. Quiero ponerte al tanto de cualquier detalle relevante, antes de que comiences la capacitación. Como sabrás, ésta es una empresa prestigiada. La más prominente de su ramo en la zona. Tenemos una imagen de éxito. Trabajar aquí es un verdadero privilegio.

—Sí, lo sé —dije, aunque yo había percibido un sutilísimo ritmo nocivo en el ambiente—, Isabel. Estoy interesado en estudiar los postulados que tienen enmarcados en la pared. ¿Habrá forma de que me des una copia?

—Por supuesto. Podemos imprimirlos —frente a nosotros estaba la mesa de un asistente que en apariencia había dejado su silla por un momento para ir al baño. Isabel abrió la laptop desatendida y escribió un código de acceso. De inmediato apareció un video pornográfico que había sido pausado a la mitad. Ella se puso nerviosa. No supo cómo quitarlo. Desconectó los cables, pero las imágenes tres equis continuaron, y ya sin audífonos, los gemidos histriónicos de los actores porno se escucharon en todo el recinto. Joch cerró la pantalla de la computadora. Todos los oficinistas cercanos sonreían.

El incidente fue una pequeña muestra de los muchos potenciadores de ese ritmo nocivo que flotaba en el ambiente.

SE LE LLAMA POTENCIADORa todo pensamiento o acto que nos pone en ritmo (como cuando escuchas determinada melodía y tus pies se mueven por sí solos). Los potenciadores pueden ser positivos si te llevan a un ritmo productivo (RP+)y negativos si te llevan a un ritmo nocivo (RN-).

Para entrar en RP+, hay potenciadores positivosque debes crear. Algunas sugerencias: comienza desde un día antes. Visualiza tus pendientes, escríbelos y anticipa los horarios empezando con la hora en que planeas levantarte. Luego duérmete lo más temprano que puedas. Procura descansar ocho horas. En cuanto te levantes, haz ejercicio y ten unos minutos de meditación respecto a lo que vas a hacer en el día; desayúnate bien, báñate y conduce el auto escuchando cierto tipo de música que te ponga en buen ritmo. Al llegar a tu oficina saluda a todos con entusiasmo pero no te entretengas; aborda directa y agresivamente tus quehaceres más difíciles; no los sueltes hasta terminarlos. Ese día todo te saldrá bien.

¿Quieres que todo te salga mal? Haz esto:activa potenciadores negativos. Desvélate sin repasar ni saber en absoluto lo que vas a hacer al día siguiente. Duerme poco; levántate tarde, no hagas ejercicio, no medites, no desayunes; escucha en el auto las noticias alarmistas, llega a la oficina y charla largamente con tus compañeros en los pasillos; posterga todos los asuntos importantes. La cadena de potenciadores negativos hará que tengas un día improductivo.

También existen potenciadores que provienen de circunstancias externas. Imagina estos supuestos:

► Estás trabajando y avanzando, cuando de pronto recibes el correo electrónico de alguien con quien tuviste un romance hace muchos años; aunque ambos son casados y tienen hijos, esa persona te está invitando a salir. El juego te parece emocionante. Lo aceptas. Tus pensamientos y actos, no del todo dignos, te meten a una racha de distracciones y desaciertos. Un ritmo nocivo...

► Otro ejemplo similar; navegando en Internet, te aparece un pop up invitándote a ver pornografía; dudas, miras alrededor, piensas: “¡Cuánto descaro; el mundo está muy mal!, caray, vamos a ver qué tan mal está”. Abres la página y te quedas contemplándola largamente. ¿Qué sucede con tu cadencia mental? ¿Generan RP+ o RN-?

► Tu jefe llega de mal humor. Te llama la atención por algo injusto. Recuerdas otras injusticias que él ha cometido; repasas, de una vez, todos los defectos de tu empresa y razonas cuán infeliz eres trabajando ahí. ¿Tus pensamientos se convierten en potenciadores de qué? ¿RP+ o RN-?

► Estás fuera de la ciudad. Hablas por teléfono a tu casa y te contesta tu hija de seis años. Te dice cuánto te ama y cuán orgullosa se siente de ti. Conversas con ella sin reprimir la emoción que te causa. Eso te genera nuevos beats para seguir trabajando en ese viaje. ¿Entras a una racha de RP+ o RN-?

Los potenciadores NO son las circunstancias externas(el e-mail que recibes, el pop up porno, el jefe gritón o la llamada de tu hija), sino los pensamientos y actos con los que respondes a esas circunstancias. Eres tú quien se mete en RP+ o RN-. TIENES EL CONTROL DE LOS POTENCIADORES (actos y reacciones) PORQUE TÚ LOS MANEJAS.

5

ÚLTIMAS EMOCIONES RECORDADAS

Confronté a Isabel, la gerente de Recursos Humanos; le dije que la apariencia externa de la empresa era muy bonita, pero que en realidad había una cultura subterránea negativa.

—La gente parece desconcentrada; sin pasión por su trabajo, algunos hablan por su celular, otros ven páginas inadecuadas.

Isabel asintió sin lograr quitarse el sonrojo.

—Así es desde el accidente.

Levanté ambas manos en señal de impaciencia. ¡Todos hablaban de lo mismo! Las cosas estaban mal; ¿y la culpa era del accidente?

—Explícame qué sucedió.

—Algo terrible —respondió Isabel, pero no tenía ánimo para decir mucho; Joch tampoco. Sea lo que hubiera sido, ese accidente estaba en la mente de todos; había minado la confianza y el espíritu de equipo.

Ahí se hallaba el primer potenciador negativo que debíamos desterrar de la empresa. Los actos y pensamientos que ese accidente les provocaba.

Somos lo que recordamos. Actuamos con base en lo que creemos factible, según nuestra predisposición mental.

► Si chocaste en el auto y no has vuelto a manejar, tus últimas emociones recordadas serán temor, angustia y confusión. ¡Por eso sentirás rechazo a manejar de nuevo!

► Si te caíste de la bicicleta y no has vuelto a pedalear, tus últimas emociones recordadas serán de inseguridad y dolor. ¡Tendrás aversión a la bicicleta!

►Si tu más reciente relación amorosa se dañó y terminó a causa de errores que pudiste evitar, tus últimas emociones recordadas serán de culpa y temor a volver a enamorarte. ¡No querrás saber nada del amor de pareja!

No podemos permitir que un suceso termine malsin hacer algo para iniciar otro similar que termine bien, porque las últimas emociones recordadas son los potenciadores más importantes de nuestro ritmo para el futuro. Así que vuelve a manejar el auto después de un choque, súbete a la bicicleta después de la caída, construye relaciones después de aquella decepción. ¡Repite eventos parecidos hasta que te convenzas de que puedes tener éxito en esa área, y tu última emoción recordada sea sana! Sólo así evitarás caer en RN(-) futuros.

Analiza tus últimas emociones recordadas respecto a actividades como hablar en público, realizar una venta, presentar un reporte a tus jefes, discutir con un cliente difícil, hacer una prueba, competir en un certamen, ejecutar un trabajo o tratar con una persona desagradable… Si tus últimas emociones recordadas son negativas, tienes un problema porque siempre que abordes esa actividad en el futuro entrarás con ritmo nocivo y te irá mal. Así que modifica tus procesos emocionales hasta que obren a tu favor.

Considera que las emociones son intercambiables.Si te fue bien en un área, eso te da cadencia mental positiva para otra. La clave está en comenzar a generar el ritmo que te ponga en buena racha e ir hacia adelante en uno y otro tema sin titubear. Tus emociones te dan beats de ritmo; asegúrate de que la mayor parte del tiempo sean buenas.

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Primeros capítulos

1

 

“¡Una discusión más sobre listones rosas o dorados, y juro que me voy a volver loca! ¡A NADIE LE IMPORTA! ¡Simplemente huyan y cásense a escondidas! Acaben con esto. ¡¡¡ME VOY A MORIR!!!”.

El mensaje de texto de Mo es casi instantáneo:

“Entonces, ¿te estás divirtiendo?”.

Una extracción dental sería menos dolorosa. Llevo cinco meses soportando esta tortura. Desde la noticia del compromiso de mi hermana, los pormenores de sus nupcias han sido diseccionados y regurgitados ad nauseam, y todavía faltan tres meses para el gran día. Ad nauseam. Esa es una gran palabra que no se usa lo suficiente (¿o son dos palabras?), y es muy adecuada —esta salidita es más de lo que mi estómago puede soportar.

Es viernes, hace una hermosa tarde de cielo azul y es la oportunidad perfecta para estar en la playa, sobre una tabla acuática, surfeando o pasando el rato con mis amigos. Pero en vez de eso, heme aquí, sentada en el suelo del vestidor de una tienda de novias, con mi espalda apoyada en la pared para que mi hermana pueda modelar su vestido frente a mi mamá, mi tía y yo, su reacia dama de honor. Mi otra hermana, Chloe, no está aquí. Una semana después del compromiso, dijo algo como que la institución del matrimonio era una creación patriarcal anticuada que oprime a las mujeres, provocando que fuera inmediatamente despedida de toda la cuestión y dejando el paso libre para mi ascenso.

Me pregunto dónde estará ahora. Probablemente pasando el rato con Vance, los dos besándose o caminando por el centro tomados de la mano, disfrutando este increíble día. Casi lanzo un gruñido de envidia y admiración mientras me pregunto, por milésima vez, si el comentario fue hecho intencionalmente. Chloe es muy buena para este tipo de cosas. Sabe cómo hacer que las cosas sucedan, y trabajar junto a mamá durante ocho meses es definitivamente algo que hubiera querido evitar a toda costa.

Es tan ingenioso que me causa gracia: mi hermana se las arregló para liberarse de esto sin tener que renunciar personalmente y logró pasarme a mí la responsabilidad de ser la mano derecha de Aubrey. Puedo imaginar a Chloe sonriendo burlonamente mientras tramaba su plan, sabiendo lo mucho que odio este tipo de cosas y que ocho meses de hablar sobre el tema con una sonrisa alegre y solidaria arruinarían por completo mi temperamento normalmente radiante y extra positivo.

—¿Qué opinas, Finn? —pregunta Aubrey, haciéndome despegar la mirada de la pantalla de mi teléfono, que muestra una compilación de memes sobre los animales más divertidos del mundo. En la pantalla está un gato montado sobre un husky con la pata levantada y un texto que dice: “¡Sigue a ese ratón!”.

Parpadeo y mi sonrisa desaparece mientras un sorprendente nudo se aloja en mi garganta. A pesar de mi aversión por todas las cosas relacionadas con encajes, bodas y chicas, un torrente de emociones muy femeninas se agolpa en mi pecho. Durante dos semanas, Aubrey no ha parado de parlotear sobre su vestido, diciendo una y otra vez lo perfecto que es. La mayoría de las veces la he ignorado: satén esto, seda aquello, hileras de perlas, algo sobre canalé, algo más sobre un escote con gemas. Pero ahora está aquí, parada frente a mí —gigantesca en sus zapatos de tacón altísimos— nubes de satén color marfil, suaves como líquido, resbalan por su cintura increíblemente pequeña, con hileras de perlas diminutas girando y fluyendo desde lo que supongo debe ser un escote con gemas, parece una princesa de cuento de hadas, la reina más bella de toda la tierra, me sorprende lo bonita que es e incluso siento un poquito de celos.

Detrás de Aubrey, mamá junta sus manos frente a ella, y tía Karen la abraza tomándola de los hombros. Se inclinan una sobre la otra mientras admiran a mi hermana, con sus cabezas del mismo tono rubio cenizo casi tocándose.

—Está bien —digo, como si no fuera gran cosa, y vuelvo a mirar mi teléfono: Un perro negro con los ojos entrecerrados frente a una paleta helada amarilla goteando: “congelamiento cerebral”.

Sonrío y sigo desplazándome por las imágenes mientras mamá y tía Karen parlotean efusivamente y dan vueltas alrededor de Aubrey, observando el vestido desde todos los ángulos mientras ella se mueve de un lado a otro.

Tía Karen se detiene junto a mí.

—Toma una foto —grita—. Con Finn. Las dos juntas.

Me estremezco ante la idea de aparecer por todo el Facebook de tía Karen con una etiqueta ridícula como “Aubrey y Finn Miller, la futura novia y la futura novia fugitiva”.

—Nop —dice mi mamá, salvándome—. No hasta que sea el gran día. Es de mala suerte tomar una foto a la novia con su vestido antes de la boda.

Suspiro aliviada y me alejo un poco más de Aubrey, preocupada de que el simple hecho de estar junto a ella pueda ensuciarla. Aubrey me sonríe y mueve los labios diciéndome “Gracias”, luego se da la vuelta y regresa con las gallinas cacareadoras, quienes ya han salido de su admiración y ahora están parloteando y armando un alboroto por las modificaciones que tendrán que hacerse al vestido.

Siento cómo el calor se agolpa en mis mejillas, y me digo a mí misma que debo tranquilizarme. Aubrey ya me ha agradecido como mil millones de veces, y la verdad es que realmente no fue gran cosa. La plática que tuve con su futura suegra duró menos de cinco minutos, y la Sra. Kinsell se mostró supertranquila al respecto.

Ni siquiera habría hecho la llamada si no fuera porque Aubrey estaba tan molesta. A mí no me parecía una mala idea lo del vestido de novia de la Sra. Kinsell, y creía que era genial que Aubrey fuera la cuarta generación en usarlo: “Corte clásico, pedrería estilo vintage, cuello de encaje victoriano y botones de satén en la espalda”. Pero Aubrey prácticamente se puso a llorar mientras repetía estas palabras, y como soy pésima para todas las otras labores de una dama de honor, supuse que esto era lo único que podía hacer. Mo dice que tengo un don para lidiar con este tipo de situaciones, un estilo directo que de alguna forma mística parece nunca ofender a nadie. Yo creo que más bien se debe a que las demás personas complican demasiado las cosas. Si dices las cosas simplemente como son, no puedes equivocarte. Una vez que la Sra. Kinsell se recuperó de su sorpresa inicial, estuvo de acuerdo. Incluso me confesó que ella también había querido comprar su propio vestido para su boda.

Debe haber llamado a Aubrey en el instante en que colgamos, porque Aubrey me llamó media hora después agradeciéndome una y otra vez. Y ahora, aquí está, cinco meses después, girando, admirándose y sonriendo, y yo estoy muy contenta de haberme decidido a hacer esa llamada.

Frente a mí, tía Karen empuja hacia arriba con las manos sus inmensos senos tamaño doble D, y dice: “Va va voom”, para animar a Aubrey a mostrar más escote, mientras mamá niega con la cabeza y Aubrey asiente, diciendo que a Ben le gustaría, y es justo ahí cuando tomo la foto, aprovechando que el sonido de su risa disimula el discreto clic de mi teléfono.

Miro la pequeña pantalla, las tres riéndose con la expresión de sus caras borrosa por la alegría, el vestido reflejado en el espejo, la sonrisa de Aubrey de oreja a oreja, y mamá y tía Karen sonriendo resplandecientes junto a ella. Le envío la foto a Mo con el mensaje: “¡Se ve increíble!”, acompañado de muchos corazones y caritas sonrientes.

La pantalla se desplaza hacia arriba y aparece la respuesta de Mo: “Admítelo, eres una romántica de clóset. Por cierto, ¿ya te decidiste?”.

Muevo la boca de un lado a otro mientras miro fijamente la pregunta, tal vez esperando que los pixeles me ofrezcan una especie de esclarecimiento: la respuesta o el coraje que no he tenido desde que le confesé a Mo que estaba contemplando la idea de invitar a Charlie McCoy al baile. Es un baile donde las chicas invitan a los chicos, y el año pasado tuve que ir sola junto con otro grupo de chicas demasiado tímidas, orgullosas o feas para invitar a un chico. Usamos tenis Converse con nuestros vestidos; destrozamos la pista de baile con nuestros escandalosos pasos nunca antes vistos; y devoramos la mesa de chocolates mientras nos burlábamos de todas las chicas que se tambaleaban en sus incómodos zapatos de tacón, sonriendo torpemente a sus citas, y mirando anhelantes las calorías prohibidas expuestas como una mesa de tortura.

Estaba segura de que este año optaría por la misma maniobra, pero eso fue antes de que Charlie apareciera. Era como si lo hubiera conjurado de la nada. “Querido Dios, por favor, mándame un chico alto, hermoso, ligeramente bobo, que juegue futbol y que tenga ojos verdes”. Y ¡tarán!, apareció Charlie el primer día del año en mi clase de primera hora.

—Tierra llamando a Finn —dice Aubrey, lanzándome mi sudadera, y de pronto me doy cuenta de que ya se ha vuelto a vestir con su ropa normal y que estamos saliendo del vestidor.

Camino detrás de Aubrey hacia la tienda. Mamá y tía Karen se detienen en la caja registradora para hablar con la dueña, mientras Aubrey y yo salimos del lugar. Aubrey saca inmediatamente su teléfono para llamar a Ben, y entre risitas nerviosas y emocionadas le cuenta todo sobre su vestido y luego le pregunta qué debería ponerse para ver a sus papás. Este fin de semana, ella y Ben volarán a Ohio para que pueda convivir con sus futuros suegros.

—Te amo —dice, y cuelga.

Se lleva una de sus manos con manicura perfecta a la boca, y comienza a mordisquear una cutícula.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Nerviosa.

Le saco sus dedos de la boca antes de que empiece a salirle sangre.

—Sí, van a odiarte. Eres completamente intolerable —digo, poniendo los ojos en blanco, y Aubrey arruga la nariz.

—Al menos Ben y yo tenemos un pretexto para no participar en el experimento “reunión familiar” de papá.

—¿Quieres decir que tú y Ben no están completamente tristes por perderse la oportunidad de pasar tres días en una cabaña remota en medio del bosque sin televisión, radio ni internet, y con la encantadora compañía de tu familia como único entretenimiento?

—No puedo creer que realmente piense que es una buena idea —dice Aubrey.

—Ya conoces a papá; es un optimista —respondo.

—Está delirando. Eso no va a arreglar las cosas.

Me encojo de hombros y miro hacia otro lado, esperando que esté equivocada, y al mismo tiempo pienso que probablemente tiene razón. Las aguas turbulentas en casa están a punto de convertirse en una verdadera tormenta. Entre las constantes peleas de mis padres; los problemas cada vez más graves con mi hermano, Oz; los frecuentes actos de rebelión de Chloe que parecen tener como objetivo específico hacer enojar a mamá; y mis recientes meteduras de pata, creo que últimamente paso más tiempo en casa de Mo que en la mía. Igual que un volcán activo, cinco minutos juntos desatan inevitablemente una especie de erupción, y tres días juntos será como tentar al monte Vesubio a estallar.

—Bueno, al menos Mo estará allí —dice Aubrey. Mi hermana ama a Mo casi tanto como yo.

—Y Natalie —respondo.

—¿Qué? —dice Aubrey, mientras la expresión de su cara se transforma en lástima.

La represalia pasivo-agresiva de mamá al disparatado plan de papá fue invitar al viaje a la tía Karen, el tío Bob y a su insoportable hija, Natalie, lo que significa que Mo y yo tendremos que incluirla en todo lo que hagamos.

—Y Chloe traerá a Vance —comento, poniendo la cereza del pastel de este descabellado plan.

La única razón por la que Chloe aceptó venir con nosotros fue porque a Vance le encanta hacer snowboard, y no tiene ni un centavo. La habitación, comida y boletos gratis eran una oferta demasiado tentadora para dejarla pasar, incluso si eso significa tener que lidiar con mi familia durante el fin de semana. Casi ninguna otra cosa en el mundo hubiera podido convencer a Chloe de pasar un minuto con mamá, ya no digamos tres días, excepto su devoción a Vance —devoción que el resto de nosotros no compartimos. El tipo es un flojo de primera clase y encima arrogante, solo porque es bueno jugando al tenis y cree que se convertirá en un jugador profesional.

—Vaya, suena a que será un viaje alocado —dice Aubrey.

El fin de semana con su suegra parece cada vez mejor.

Tía Karen y mamá salen de la tienda, y mamá abre las puertas de su nuevo Mercedes, una camioneta blanca que se compró hace un mes para su cumpleaños.

—Deja que Finn conduzca —dice tía Karen “inocentemente”. Tía Karen es lo que papá llama una “agitadora”. Igual que a un duende, le encanta crear problemas: un pequeño diablillo travieso lleno de maldad, lo que la hace una persona muy divertida, excepto cuando tú eres el blanco de la diversión.

—Tienes tu permiso de conducir, ¿no, Finn? —dice, levantando sus delgadas cejas.

Observo cómo mamá se pone tensa, mientras su cuerpo se endurece ante la idea de que alguien más conduzca su hermoso auto nuevo.

—Me gustaría estar viva para mi boda —interviene Aubrey.

—Estoy segura de que Finn es una excelente conductora    —dice tía Karen, arrebatando el llavero de las manos de mamá.

—Tal vez en otra ocasión —dice mamá, estirándose para recuperarlo.

—Tonterías —insiste tía Karen, quitando el llavero de su alcance, al tiempo que me toma por el brazo y me lleva hacia el auto—. No hay mejor momento que el presente —asegura, lanzándome un guiño y una sonrisa conspiradoras.

Normalmente, esto me hubiera encantado. Una de las cosas que más disfruto en la vida es ver a mamá retorcerse, y mi audacia y destreza atléticas son mi mayor orgullo, por lo que la idea de ponerme detrás del volante y atravesar las calles al estilo Danica Patrick mientras aterrorizo a mamá y a Aubrey y divierto a tía Karen es justo lo mío.

Si no fuera por un pequeñísimo problema.

—Entra —dice tía Karen, abriendo la puerta del conductor.

Trago saliva. Mi instructor de manejo, un hombre calvo con halitosis severa y nervios de acero, llamó a mi impedimento “dislexia del pedal”, un problema ligeramente importante porque confundo el acelerador con el freno, y es algo que no he podido corregir a pesar de lo sencillo que parece.

—Realmente nunca he conducido un auto tan grande

—digo—. Tal vez sería mejor si…

—Tonterías —dice tía Karen, interrumpiéndome—. Es pan comido. Los Mercedes prácticamente se conducen solos. Vamos —dice, con una sonrisa digna del Gato de Cheshire, claramente decidida a divertirse.

Aubrey se sube al asiento trasero, y mamá empieza a abrocharse el cinturón de seguridad en el asiento del copiloto. Mamá no tiene la menor idea de mi problema. Siempre que mis papás me preguntan cómo van mis lecciones de manejo, respondo con un evasivo “Bien”.

—Recuerdo cuando hice esto contigo —dice mamá, girando la cabeza para ver a Aubrey—. Eras un manojo de nervios. Te tomó varias semanas incluso la sola idea de salir del vecindario.

—Estaba siendo precavida —dice Aubrey, enseñándole la lengua—. Y fue algo bueno, porque todavía tengo un historial perfecto: sin accidentes ni multas. Eso es más de lo que tú puedes decir.

Mamá es famosa debido a sus multas por exceso de velocidad; por lo menos dos al año, y eso sin contar aquellas de las que ha logrado zafarse.

—Chloe, por supuesto, lo hizo excelentemente —contesta mamá. Fue como si hubiera conducido toda su vida. Una sola lección, y estaba lista para conducir por todo el país.

Mi parte competitiva empieza a vibrar. Eso es lo que pasa cuando tienes dos hermanas mayores: ya han hecho todo antes que tú, y eso significa que siento que debo hacerlo mejor.

Bajo la mirada para ver los pedales. El de la derecha es angosto y vertical; el de la izquierda es ancho y horizontal. “Derecho acelera, izquierdo frena”. No es ninguna ciencia. Uno es para avanzar. El otro es para detener. Cualquiera puede hacerlo. O sea, la mitad de los chicos de mi salón ya tienen sus permisos de conducir, y la mayoría son un montón de idiotas.

—¿Finn? —dice tía Karen, inclinando la cabeza, desconcertada por mi renuencia.

Sonrío y me subo al auto, mientras tía Karen aplaude con alegría, cerrando la puerta detrás de mí.

—Hay mucho espacio aquí atrás —dice, y yo deslizo el asiento hacia atrás para acomodar mis largas piernas.

Jugueteo con los espejos y el volante, ajustándolos una y otra vez hasta que quedan perfectos, mientras mi mente da vueltas. “Derecho acelera, izquierdo frena. Derecho para avanzar. Izquierdo para detener. En serio, ya supéralo. Puedes hacerlo. Derecha. Izquierda. Avanzar. Alto”.

—Aunque creo que voy a morir de vejez esperando                  —comenta Aubrey.

Sonrío burlonamente por encima del hombro, y vuelvo a girarme. Coloco cuidadosamente mi pie sobre el freno, luego aprieto el botón de encendido, y el motor cobra vida. Reviso los espejos una vez más para asegurarme de no haya nada detrás de nosotros, y entonces, para estar cien por ciento segura, giro la cabeza en todas direcciones.

—¿Es en serio? —pregunta Aubrey—. Mi vuelo sale temprano en la mañana. ¿Crees que para esa hora ya hayas logrado avanzar?

Mamá se ríe.

—Lo estás haciendo bien, Finn —dice tía Karen para animarme, tal vez con un dejo de culpa en su voz. Aunque le encanta hacer travesuras, tía Karen también tiene un corazón bondadoso, de esos que hablan en balbuceos a los bebés y cuidan a las aves caídas hasta que están listas para volar de nuevo. No habría sugerido esto si hubiera pensado que me causaría una angustia real.

Después de cambiar a reversa, retrocedo vacilante del lugar de estacionamiento.

—Bien hecho —dice tía Karen.

—Y por fin los Miller y tía Karen pueden salir del estacionamiento —anuncia Aubrey.

Mamá vuelve a reírse.

Tomo la autopista Coast, y empiezo a recorrer el camino a casa, una cuadra, luego otra, nadie dice una palabra. Sé que, a pesar de mis esfuerzos por aparentar seguridad, pueden sentir mi estrés.

Aparece el primer semáforo, la luz roja, y con mucha precisión —“izquierdo, izquierdo, izquierdo”— muevo mi pie del acelerador al freno.

Nos detenemos suavemente, mientras exhalo por la nariz dándome una palmada invisible en la espalda.

La luz cambia a verde. Muevo mi pie al acelerador, y volvemos a avanzar.

Después de varias cuadras más y dos paradas sin incidentes, mis nudillos, blancos por la presión, empiezan a suavizarse, y comienzo a relajarme. Ya lo tengo dominado. Solo necesito concentrarme. Pensar y hacerlo, igual que en los deportes.

Ellas también se relajan. Aubrey se inclina hacia adelante para encender la radio, y mamá se gira en su asiento para comentar algún detalle olvidado que necesita comunicarle a la florista.

Y ahí es cuando sucede. Mamá está diciendo algo sobre los lirios y su falta de polen cuando el auto detrás de nosotras toca la bocina, un estruendo sobrecogedor envía una descarga directo a mi corazón que rebota en mi pie, provocando que salte hacia un lado y pise tan fuerte el freno que mamá tiene que sujetarse del tablero con la mano.

Voltea a verme rápidamente, y siento que mi piel se está incendiando. No me atrevo a mirarla, aunque la culpa irradia de mi pecoso rostro irlandés, y yo sé que ella sabe. Eso es lo que pasa con mamá: ella siempre sabe.

Aubrey y tía Karen no tienen la menor idea de lo que sucede. El conductor que tocó la bocina nos rebasa bruscamente, y Aubrey le hace una seña con el dedo mientras la tía Karen dice:

—Imbécil. Algunas personas tienen demasiada prisa. Lo estás haciendo bien, Finn. Muy bien.

Cuando avanzamos de nuevo, todo mi cuerpo empieza a temblar. Mi atención está centrada como un láser en recorrer el resto del camino a casa sin más incidentes ni recriminaciones. Mantengo la mirada fija en el camino mientras intento no pensar en mamá sentada junto a mí ni en sus juicios.

No ha pasado ni una semana desde que hice mi promesa, y su clemencia fue increíblemente generosa, especialmente tomando en cuenta que mi último incidente me llevó a la estación de policía. Todo por un reto que salió mal: la roca que lancé desde el sube y baja voló mucho más lejos de lo esperado, casi matando a uno de mis amigos y rompiendo el señalamiento del parque. Mamá hizo gala de sus excelentes habilidades de litigante para sacarme del problema en el que me había metido, riendo y bromeando con el policía que me arrestó hasta que este ya no lo consideró un crimen sino más bien el resultado de una mente joven y curiosa poniendo a prueba las leyes de la física. Y cuando llegamos a casa lo único que mamá dijo fue: “¿Sabes, Finn?, las disculpas solo tienen valor cuando son realmente sinceras”. Sus palabras me llegaron profundo. Últimamente me había estado disculpando mucho.

Le juré solemnemente que en verdad lo sentía, y que a partir de ese momento me aseguraría de mirar antes de saltar, lo que la hizo sonreír, teniendo en cuenta mi crimen del sube y baja saltarín.

No está sonriendo ahora. Inmóvil como una piedra, está sentada cual estatua mirando por el parabrisas, y me siento peor que terrible. Cinco días. Tan solo ese tiempo me tomó romper mi promesa y decepcionarla de nuevo.

Finalmente, aparece el último semáforo, y casi lanzo un grito de alegría. Una cuadra más, luego a la derecha, a la izquierda, y estaremos en casa. Cuando la luz cambia a amarillo, decidida a no causar otro sobresalto, piso el freno de la forma en que me enseñó el instructor para que la desaceleración sea suave.

Casi nos hemos detenido por completo, las llantas apenas se mueven y mi mirada está fija en la defensa del auto frente a nosotras, cuando mi teléfono empieza a vibrar. Es un mensaje de texto. Dos vibraciones agudas que empiezan en mi bolsillo trasero y recorren mi pierna hasta llegar a mi pie, y el auto se tambalea inesperadamente hacia adelante.

—¡Frena! —grita mamá.

Sus palabras se mezclan con el espantoso crujido del metal mientras nos estrellamos contra el auto que está frente a nosotras.

—¡Frena! —dice nuevamente.

Eso es lo que intento hacer desesperadamente, pero por alguna razón inexplicable seguimos avanzando, aplastando al pequeño auto contra el camión que está frente a él.

—El otro pedal —dice mamá, y en ese instante mi pie salta hacia el otro lado.

Mamá sale del auto antes de que pueda ponerlo en neutral.

—¡Mierda! —indica Aubrey detrás de mí.

—Ups —dice tía Karen.

Salgo tambaleándome desde el asiento del conductor, y siento que todo mi cuerpo está en llamas.

Mamá ya está hablando con la conductora del auto que golpeamos, con su cuerpo inclinado hacia la ventana abierta. Dentro del auto solo hay una mujer de cabello oscuro hasta los hombros, y un suéter rojo. Una cruz con cuentas cuelga de su espejo retrovisor. La mujer asiente mientras mamá habla con ella; luego gira la cabeza hacia el otro lado, y no puedo asegurarlo, pero por la forma en que sus hombros se mueven creo que está llorando.

Avanzo hacia ellas, y luego retrocedo. Mis músculos se tensan y se aflojan sin que yo sepa qué hacer.

El conductor del camión se une a ellas. Es un hombre mayor vestido con una camisa a cuadros y pantalones de mezclilla holgados. Parece un contratista o un comerciante. El hombre pregunta si todos estamos bien, mira hacia donde yo estoy, y, una vez que se asegura de que nadie está herido, rechaza la oferta del seguro de mamá, vuelve a subir a su camión, y se marcha.

Examino su defensa mientras se aleja. Está abollado y golpeado, pero se mantiene firme en su lugar, y es difícil saber si el daño fue hecho hace unos minutos o hace algunas décadas.

El auto de la mujer no tuvo tanta suerte. Es un Honda viejo, que parece como si hubiera sido doblado en dos. El cofre y la cajuela están plegados uno hacia el otro y la parte media está hundida. La mujer tiene su teléfono en la mano, y mamá igual. Yo estoy de pie mirando la escena.

—Finn, cariño, ¿por qué no regresas al auto? —dice tía Karen desde su ventana abierta.

Estiro el brazo para abrir la puerta.

—Tal vez sea mejor si tu mamá conduce el resto del camino.

Rodeo el auto y subo al asiento del pasajero.

Veinte minutos después llega una grúa. Mamá se queda con la mujer haciéndole compañía mientras enganchan su auto a la parte trasera del vehículo. Ya se ha tranquilizado, y yo estoy increíblemente agradecida. Mamá es brillante para este tipo de cosas. Por eso es una excelente abogada: es capaz de manejar cualquier situación con total calma y de caerle bien a todo el mundo haciéndole creer que es su amiga. Cuando la mujer se sube a la grúa, se detiene para darle las gracias a mamá, como si le hubiéramos hecho un favor al haber chocado su auto.

Un instante después, mamá regresa a nuestro auto y conduce las dos cuadras restantes hasta nuestra casa.

 

2

 

Nos detenemos frente a la casa, y salgo a hurtadillas del asiento del pasajero. Miro a mamá mientras atraviesa la puerta hecha una furia, sin decir una palabra y apenas mirando a papá o a mi hermano Oz, quienes están en la cochera lavando el Auto Miller, una casa rodante que papá compró cuando tenía diecinueve años y que lo ha acompañado en todas sus aventuras, desde la persecución de tornados en el Medio Oeste, hasta sus múltiples excursiones de surf, pesca y montaña.

Bingo, nuestro labrador dorado, se acerca pesadamente hacia ella meneando la cola, y luego se aleja rápido al ver que mamá lo ignora, cerrando la puerta y dejándolo afuera junto con el resto de nosotros. Esta es la prueba máxima de lo enojada que está. El único miembro de nuestra familia con el que mamá está en paz estos días, además de Aubrey, es Bingo, y a menudo los encuentro juntos: ella sentada en el césped con una copa de vino en la mano y la otra enterrada en el pelaje de Bingo.

Tía Karen aprieta mi hombro y besa mi cabeza.

—No te rindas, pequeña. Los accidentes son parte de la vida —dice.

Apenas logro asentir con desgano, mientras ella se aleja caminando hacia su propia casa, dos puertas más allá de la nuestra. Aubrey mira la parte delantera abollada del Mercedes, y dirige su mirada hacia mí, sacudiendo la cabeza como si yo fuera una idiota. Luego se acerca a papá para deleitarlo con la historia de mi torpeza monolítica.

Tal vez los accidentes sean parte de la vida de la mayoría de las personas, pero no de la de mamá. Hasta donde sé, ella nunca ha estado en un accidente, y ahora, gracias a mí, su perfecto auto, que compró finalmente después de tantos años de hablar sobre ello, está arruinado.

A unos cuantos metros de Aubrey y papá, Oz rocía el Auto Miller con la manguera, salpicando agua por todas partes. Está empapado de la cabeza a los pies, y a pesar de lo horrible del momento, sonrío, como siempre lo hago, cuando veo a mi hermano disfrutando de las pequeñas y simples cosas de la vida, inmune a las preocupaciones sobre los logros o las apariencias que parecen atormentarnos constantemente al resto de nosotros. Aunque tiene trece años, sus capacidades intelectuales son como de alguien de la mitad de su edad, y sus emociones son todavía más simples: sencillas y directas como las de un niño pequeño.

Papá empieza a reír a carcajadas cuando Aubrey le dice que tengo talento para fabricar instrumentos, pues el Accord que destrocé ahora “es un acordeón”. Mientras Aubrey dice esto, junta y separa sus manos como si estuviera tocando el instrumento y empieza a imitar el sonido del metal crujiendo. A diferencia de mamá, papá es el tipo de persona que fluye con la corriente, y según su forma de ver la vida, una abolladura o golpe no es asunto serio. Su camioneta es la prueba viviente: es más vieja que yo, y tiene por lo menos cien cicatrices.

—Papá —dice Oz—, ven a lavar el A&M.

Pero papá no lo escucha. Está disfrutando demasiado la historia de Aubrey. Su sonrisa se hace cada vez más grande mientras Aubrey imita el sonido del rechinido “Whrrr”, y sus manos siguen tocando el acordeón.

—Y mamá empezó a gritar: “frena”, pero eso solo hizo que Finn volviera a pisar el acelerador, “whrrr”…

Quiero irme, pero no sé a dónde. Entrar a la casa con mamá está fuera de discusión, y Mo no está en casa porque salió a comprar ropa de esquí para nuestro viaje. Así que me quedo allí muriéndome de la vergüenza y furiosa, deseando que Aubrey termine de una vez su historia y se vaya.

Oz se siente igual que yo. Quiere que papá regrese y lo ayude a lavar la casa rodante. Su frente empieza a fruncirse sobre sus ojos mientras la manguera rocía un charco en el césped.

Observo cómo va creciendo su impaciencia. Su mano se aprieta alrededor de la boquilla y su rostro se enrojece.

Y yo podría detenerlo.

—Whrrr —imita Aubrey nuevamente. Pero no la detengo—. Y mamá grita: “¡El otro pedal!…” —continúa.

El agua golpea primero el cabello de Aubrey, y luego desciende rápidamente por su blusa de seda sin mangas y sus pantalones de mezclilla de diseñador antes de llegar hasta sus botas de piel nuevas. Rápido como una víbora de cascabel, papá gira para interponerse entre ella y el agua, pero ya es demasiado tarde: mi hermana está empapada de la cabeza a los pies, el cabello perfectamente planchado está sobre su cara y su blusa pegada a la piel. Gruñe y se sacude el agua de los brazos igual que un perro, y luego, sin decir una palabra, gira y se marcha furiosa hasta su auto estacionado en la calle.

—Oz, detente —dice papá, con las manos extendidas frente a él para bloquear el agua y su cabeza estirada sobre el hombro para mirar a Aubrey mientras esta se aleja conduciendo.

—¡Por Dios! —dice papá, furioso—. Maldita sea. Cinco minutos con mi hija, ¿es mucho pedir?

Papá mira a través de la avalancha de agua hacia la puerta cerrada de la casa, por donde mamá escapó unos minutos antes.

—¡Oz! ¡Suficiente! —dice, gruñendo.

Entonces la sonrisa desaparece de mi rostro, y la sangre se me congela. A medida que papá enfurece más y más, el rostro de Oz se va oscureciendo hasta llegar a un tono peligroso que termina con la diversión inmediatamente y me eriza los cabellos del cuello. En el último año, mi hermano ha crecido casi a la altura de papá, un poco menos de 1.85 m, y pesa por lo menos quince kilogramos más que él. A diferencia de papá, que tiene una complexión atlética, Oz parece gordo, aunque más bien es fuerte. Si combinas todo eso con una severa falta de control de impulsos y el temperamento de un gorila de lomo plateado, el resultado es una bomba altamente combustible con un gatillo sensible que necesita manejarse con sumo cuidado.

Papá también se percata del cambio, y se esfuerza por ocultar la ira de su rostro diciendo en un tono más ligero:

—Está bien, grandote. Lavemos a este bebé.

La expresión de Oz se suaviza, y papá y yo volvemos a respirar.

La manguera sigue apuntando a papá, el agua va y viene a través de su camiseta, pero papá reacciona igual que siempre hace con Oz, como si el agua helada que lo golpea en el pecho empapándolo completamente no lo molestara en lo más mínimo.

—Pelea de agua —dice Oz, sonriendo.

—No. No más peleas de agua —responde papá, con un dejo de cansancio en su voz.

Me deslizo lentamente hacia adelante, evitando cuidadosamente a Oz mientras intento llegar al Auto Miller.

—¡Pelea de agua! —exige Oz.

—No, ya me cansé de esta pelea de agua —dice papá, aunque es evidente que está cansado de mucho más que eso.

Tomo la esponja que está en la cubeta junto a la casa rodante, y comienzo a frotar el símbolo de la paz pintado con aerosol sobre la llanta, tallando con fuerza para crear una capa de espuma. Mientras hago esto, empiezo a silbar, y la melodía llama la atención de Oz, y tanto él como la manguera se alejan de papá. Cuando logro generar una buena cantidad de espuma, la junto con la esponja y soplo las burbujas en el aire haciendo que Bingo empiece a saltar desde el césped para morderlas, moviendo la cola alocadamente mientras intenta atrapar las nubes flotantes; un juego que hemos practicado desde que era un cachorro.

Oz deja caer la manguera y corre para unirse a la diversión. Arrebatándome la esponja, toma otro montón de burbujas y las sopla en el aire, igual que yo lo hice, para que Bingo las persiga.

Gracias —dice papá, sólo moviendo la boca.

Me encojo de hombros y me doy la vuelta para marcharme.

—Oye, Finn —me llama, deteniéndome—. Cuando regresemos de las montañas, te llevaré a conducir. Vamos a resolverlo.

Sonrío débilmente. La intención está ahí, pero es algo que nunca va a pasar. Con Oz de por medio no hay tiempo para lecciones de manejo ni cosas así. Quizás Aubrey o Chloe me lleven.

 

3

 

La tarde es tan lúgubre como el estado de ánimo de la mitad de nosotros, y las espesas nubes oscurecen el sol. La otra mitad, a quienes me refiero como los Tontos del Vaso Medio Lleno, incluye a tía Karen, tío Bob, Oz, Mo y papá.

Ni siquiera Bingo está muy convencido de esta idea de viajar los diez juntos. Su cola se mueve a media asta, mientras camina de una persona a otra como para confirmar si debería sentir entusiasmo o terror.

Anoche papá y mamá pelearon como hienas, gruñendo y ladrándose uno a otro por todo, desde la marca de pretzels que papá compró hasta la típica pelea por el poco tiempo que mamá pasa con Oz. Chloe ignoró todo el asunto, con sus audífonos pegados a las orejas y una revista sobre sus rodillas. De vez en cuando levantaba la mirada y hacía una cara divertida para intentar distraerme. Si hay alguien en este mundo que comprende lo mal que se siente ser enemiga de mamá, esa es Chloe.

En cierto momento, incluso me lanzó el último pedazo de su Toblerone, un regalo que le dio Vance cuando regresó de un torneo de tenis en Washington hace una semana. No funcionó. No había nada que pudiera distraerme, y no podía ignorar lo que estaba sucediendo. Yo era la culpable: yo y mi pie disléxico. Las cosas ya estaban de por sí frágiles, y yo había dado el golpe final. Lo último que mamá gritó antes de subir las escaleras hecha una furia fue: “Aguantaré hasta la boda, Jack, por Aubrey, pero luego se acabó. ¡Tú y yo terminamos!”.

No era la primera vez que surgía el tema del divorcio, pero esta vez sí lo creí.

Mamá está de pie en el césped junto a tía Karen, con los brazos cruzados, mientras observa a papá y a tío Bob guardar nuestro equipo de esquí en el Auto Miller. No me ha dicho una sola palabra desde el accidente. Ni siquiera me mira.

Me siento tan mal que me duele hasta respirar. No comprendo. No soy estúpida. Mis calificaciones son buenas. Pero es como si hubiera una gran desconexión cuando se trata de usar el sentido común. Sabía que no debería haber conducido su auto, o al menos debería haberlo sabido, pero lo hice de todas formas. Miro nuevamente la parte delantera destrozada del Mercedes: la defensa rota, la pintura dañada, el faro estrellado.

Sacudo la cabeza, mientras exhalo un pesado suspiro y vuelvo a observar los preparativos. Oz está ayudando. Bueno, más o menos. Papá lleva nuestras cosas a la casa rodante, y Oz las coloca donde cree que deberían ir: en los asientos, en el pasillo, en el volante. Antes de irnos, cuando Oz esté distraído, lo arreglaremos.

Mo está a mi lado, tan entusiasmada que casi salta de alegría. Nunca ha esquiado. El concepto de aventura de su papá es rentar un yate con una tripulación para navegar con su familia por distintos puertos de Grecia, visitar ruinas antiguas en Bangladesh con un profesor privado, o degustar vino en las bodegas subterráneas de Burdeos.

Su entusiasmo y atuendo me hacen sonreír. Lleva puesto un hermoso traje para montaña completamente nuevo: mallas negras, botas forradas de piel, un suéter de cachemir azul cielo, y una bufanda infinita que parece haber sido tejida a mano en Marruecos, lo cual es altamente probable, porque su papá viaja todo el tiempo y siempre le trae regalos exóticos. La temperatura es de unos 15 °C —fría para el condado de Orange, pero demasiado cálida para su atuendo— y una capa de sudor se ha formado sobre su labio superior y su frente.

La mamá de Mo espera junto con nosotros. Su mirada se desliza rápidamente por la escena, y me preguntó qué opina de nuestro extraño clan. Chloe y Vance (Chlance, como los llamamos con Mo, ya que sus cuerpos siempre están unidos, creando un solo ente mutado imposible de distinguir como dos personas separadas) están acurrucados en el porche, susurrándose cosas y besándose, sin duda están tramando un plan para poder escaparse en algún momento e ir a drogarse. Mis papás no tienen la menor idea de esto. Como tampoco se imaginan que mi hermana está teniendo sexo o que bebe alcohol de forma muy frecuente.

Miro a mi hermana mientras susurra algo en el oído de Vance; él le sonríe, y luego la besa suavemente, mientras sus idénticos cabellos negros se tocan. Ambos cumplieron dieciocho años el mes pasado, sus cumpleaños solo tienen una semana de diferencia, y para celebrarlos decidieron hacerse cortes de cabello combinados. Chloe se cortó sus largos mechones cobrizos, y Vance se rapó el dorado cabello a un largo de solo dos centímetros. Luego, tiñeron lo que quedaba de un tono negro índigo. A pesar del autosabotaje, los dos son bien parecidos. Él es alto. Ella es menuda. Y ambos tienen una piel perfecta y dientes blancos como perlas.

A unos metros de distancia, mamá se ríe de algo que dice tía Karen, y yo volteo hacia ellas. Tía Karen no es realmente mi tía, pero ha sido “tía Karen” desde que Natalie y yo éramos bebés. Con el paso de los años, mamá y ella han formado una amistad casi mítica, tan estrecha que han empezado a parecerse físicamente. Mamá es un par de centímetros más alta y diez kilogramos más delgada, y tía Karen tiene los labios más anchos y una nariz más angosta, pero parecen hermanas, aunque definitivamente mamá sería la mayor, a pesar de que ambas tienen la misma edad.

Tía Karen vuelve a decir algo gracioso, y tío Bob grita desde la cochera:

—Oigan, ¿qué está pasando allí? Sepárense ustedes dos.

Tía Karen le enseña la lengua, provocando que tío Bob meta la mano en la bolsa de comida que lleva cargando y saque un empaque de malvaviscos para lanzárselo. Tía Karen se agacha para evitar el ataque, mientras mamá salta hacia la bolsa, atrapándola en el aire como un misil esponjoso.

A veces olvido que mamá era una gran atleta. Es fácil olvidarlo, porque luce exactamente igual a una madre promedio. Aunque es cierto que ya no tiene la misma condición que cuando corría para la usc, sus reflejos siguen siendo rápidos como un rayo.

Tío Bob le guiña el ojo a mamá, y ella se sonroja mientras tía Karen finge no darse cuenta. Siempre he pensado que debe ser un poco difícil para tía Karen saber lo bien que se llevan tío Bob y mamá. No es que pase nada raro entre ellos, pero tienen una relación particular. Siempre se están lanzando desafíos y compitiendo uno contra el otro, y tía Karen simplemente no puede hacer eso. Mamá se esfuerza mucho para mantener la situación bajo control. Por ejemplo, sé que en este momento su instinto es lanzarle los malvaviscos de vuelta, pero no lo hace, sino que los lleva hasta donde él está y los mete a la bolsa.

—No hubieras podido lanzar ese tiro —dice tío Bob, en tono de burla.

—Si no me equivoco, todavía me debes diecisiete chocolates Snickers desde la última vez que jugamos quemados —responde mamá, sintiendo centellear en su interior su lado competitivo, lo que hace sonreír a tío Bob mientras ella regresa con tía Karen.

Natalie se acerca a donde estamos Mo, la Sra. Kaminski y yo.

—Mamá dice que vas a tener que pagar por los daños en el auto de tu mamá —dice, con una sonrisa comprensiva, pero el tono de sus palabras está cargado de regodeo.

A pesar de que Natalie y yo crecimos juntas, la mayor parte de ese tiempo lo pasamos odiándonos. Peleamos durante los primeros cinco años. Nos ignoramos los siguientes cinco. Y durante los últimos seis años, nos hemos tolerado, pero a duras penas.

—¿Es cierto? —dice Mo, con una expresión de preocupación sincera.

Trago saliva. Mamá no me ha dicho nada al respecto, pero si eso le dijo tía Karen a Natalie, entonces probablemente es cierto. No tengo idea de cuánto costarán los daños del accidente, pero supongo que será más de lo que he ahorrado para comprar mi propio auto. Mi estómago se retuerce en un nudo al pensar que todas esas horas cuidando niños y paseando perros pueden desaparecer en un parpadeo, o en mi caso, por el zumbido de mi teléfono en mi bolsillo trasero.

—Vaya, eso es como megaintenso —dice Natalie—. ¿Sabes lo que me van a comprar mis papás en cuanto tenga mi permiso de conducir?

Ni Mo ni yo respondemos.

—Un mini Cooper. Estoy tratando de decidir el color, ¿amarillo o rojo? Hay uno rojo superlindo que he visto por toda la ciudad. Tiene el techo blanco con la bandera de Gran Bretaña pintada sobre él.

—No eres de Inglaterra —dice Mo.

—¿Y qué? —responde Natalie, claramente molesta porque no estamos celebrando con su elección.

Me gustaría decir que Natalie no es bonita, pero eso sería una mentira. Es muy bonita: cabello dorado, ojos grises, pechos grandes. Solo es fea cuando abre la boca.

Volvemos a quedarnos en silencio.

—Chloe, trae otro juego de sábanas —grita mamá, pero esta la ignora y continúa besuqueándose con Vance. La señal de que Chloe sí la escuchó es que se gira ligeramente dejando ver el pequeño tatuaje negro de golondrina en su hombro izquierdo que tanto hizo enojar a mamá.

—Yo iré por ellas —dice Oz, ofreciéndose como voluntario, dejando caer al suelo la bolsa de esquí que llevaba cargando y saltando hacia la casa, desesperado, como siempre, por ganarse la aprobación de mamá.

Sacudo la cabeza. Alguien va a terminar con un juego de sábanas de Bob Esponja o, conociendo a Oz, traerá cincuenta sábanas superiores y ni una sola funda de almohada.

—No, Oz —dice mamá, deteniéndolo, con un dejo de exasperación en su voz mientras desvía la mirada hacia Chloe      —. Olvida las sábanas; solo sigue ayudando a papá.

Lanzando un suspiro, mamá gira y empieza a caminar hacia nosotras. Tía Karen camina detrás de ella. Mamá le sonríe a la Sra. Kaminski, al tiempo que evita mirarme, y dice:

—Buenos días, Joyce.

—Buenos días, Ann, Karen. Gracias por invitar a Maureen. No ha hablado de otra cosa desde hace semanas.

—Sabes que nos encanta tenerla con nosotros. 

Hay una pausa un poco incómoda. La Sra. Kaminski desvía la mirada hacia el Auto Miller y luego mira al suelo. No dice nada, pero puedo sentir su preocupación. El Auto Miller parece un pedazo de lata sobre ruedas. Originalmente era una casa rodante para dormir con una pequeña cocineta y una cama, pero el artista al que papá se la compró le quitó todo eso transformándola en un estudio, dejando únicamente el pequeño comedor empotrado, es decir, una mesa con un sillón tipo gabinete. Cuando nosotros fuimos llegando a la familia, papá agregó algunos asientos adicionales: un par de asientos de autobús Greyhound y un asiento de cuero rojo que pertenecía a un Bentley desmontado, creando esta increíble y extraña combinación de terciopelo azul a rayas, lujoso cuero rojo y vinilo verde brillante.

—¿Tiene cinturones de seguridad? —pregunta la Sra. Kaminski, incapaz de contenerse.

El cuerpo de Mo se tensa. Durante el último año, la frustración de Mo por la sobreprotección de su mamá ha aumentado, y sé que últimamente han discutido al respecto.

Mamá asiente.

—¿Quieres echar un vistazo por dentro? —pregunta.

La Sra. Kaminski desvía la mirada hacia Mo, y niega con la cabeza.

—No. Está bien. Confío en ti —dice.

Esas últimas tres palabras contienen una especie de invitación, que mamá acepta.

—Cuidaré de ella —segura mamá.

Tía Karen interviene:

—Todos cuidaremos de ella. Mo es como una hija para nosotros. Está en buenas manos.

Sonriendo forzadamente y agradeciendo entre dientes, la Sra. Kaminski le da un beso en la mejilla a Mo mientras le dice que se divierta, y se marcha rápidamente para seguir preocupándose en privado.

A mi lado, Mo lanza un suspiro aliviado, y le doy un codazo en el hombro.

—No estuvo tan mal. Hace no mucho jamás te habría permitido hacer todo esto. ¿Prometiste llamarla cada hora?

—De hecho, le dije que no la llamaría ni una sola vez

—contesta—. Es mejor así. Cuando la llamo, se pone completamente frenética, y empieza a preguntarme todos los pormenores, para luego obsesionarse con lo que le dije y pensar en todo lo que podría salir mal. Mientras menos sepa, menos motivos tendrá para preocuparse. Solo son tres días. Puede sobrevivir tres días sin tener noticias mías. Además, le servirá de práctica. En dos años me iré a la universidad, y habrá ocasiones en las que apenas sabrá de mí.

Ya lo creo. Mo está ansiosa por extender sus alas, por levantar el vuelo lo más lejos posible del nido. Mientras que yo estoy pensando en ir a ucla o ucsd para poder regresar a casa los fines semana, Mo sueña con vivir al otro lado del país o incluso al otro lado del mundo. Quiere ir de excursión a la Patagonia, viajar a través del Sahara, escalar el Everest. Desde que era pequeña, se sentaba con los ojos muy abiertos mientras papá nos contaba sus aventuras de cuando era joven, y papá siempre ha dicho: “Esa Mo es una pirata de corazón”.

—Vamos —grita papá desde el asiento del conductor. Su rostro irradia tanto optimismo que casi me hace creer que esto no es una idea tan mala después de todo y que incluso podría ser divertido.

Mo aplaude y avanza de un salto hacia la casa rodante. Vance toma a Chloe sacándola del porche, y ambos se acercan arrastrando los pies. Mamá suspira y camina junto a tía Karen, con la barbilla hacia adelante como si avanzara valientemente por el corredor de la muerte hacia la silla eléctrica. Tío Bob finge boxear con Oz, llevándolo hacia la puerta, mientras desliza la mirada hacia mamá para ver si ella está mirándolo.

—Vamos, Finn —dice papá.

Avanzo trotando, y me choca los cinco a través de la ventana cuando paso junto a él.

—Ponte el cinturón de seguridad —dice mamá cuando subo a bordo, pero no está hablando conmigo, sino con Mo.

Mo gruñe y se abrocha el cinturón.

Me río dejándome caer a su lado, libre y sin cinturón.

Tío Bob se sienta junto a papá, y ambos inician inmediatamente una discusión sobre el Supertazón de este año. Normalmente los escucharía y participaría, porque me encanta el futbol americano y sé más sobre los jugadores que cualquiera de ellos dos, pero no dejaré sola a Mo con Natalie. Así que saco una baraja y reparto entre nosotras tres, Chloe y Vance para una sesión maratónica de perder el tiempo que, con suerte, durará las tres horas de camino hasta Big Bear. El ganador tendrá la ventaja de elegir el mejor lugar para dormir cuando lleguemos a la cabaña: un premio por el que vale la pena jugar, ya que dormir junto a Oz es algo que se debe evitar a toda costa.

Oz está sedado gracias a una buena dosis de Benadryl que papá mezcló en su jugo unos momentos antes, y ronca pesadamente apoyado contra la ventana, mientras Bingo está acurrucado en sus pies. En la parte trasera, sentada en el asiento del Bentley, mamá está trabajando, con su computadora portátil sobre los muslos. Tiene un juicio muy importante en algunas semanas que la tiene agobiada. Tía Karen lee una revista.

Estamos en camino.

 

4

 

Las nubes empezaron a cerrar filas cuando comenzamos nuestro ascenso por la montaña. El color y la luz desaparecieron hasta que el mundo se redujo a un gris mate sin sentido del tiempo o la profundidad. Apenas empieza a caer la tarde, pero está tan oscuro que parece el crepúsculo. Nuestro juego terminó porque atraparon a Natalie haciendo trampa y Chloe no quiso ceder cuando el resto dijimos que no era importante. Todas las apuestas se cancelaron, por lo que cuando lleguemos a la cabaña la elección de camas será una batalla campal.

Oz aún ronca, mamá continúa trabajando, y tía Karen pinta las uñas de los pies de Natalie mientras su hija hace un berrinche porque ninguno de nosotros está siendo amable con ella.

Mo y yo seguimos sentadas en la mesa, con nuestras cabezas juntas sobre la pantalla de mi teléfono.

—No puedo —digo, sintiendo que mis mejillas se calientan mientras miro las palabras que Mo escribió en mi teléfono: “Hola, Charlie. ¿Tienes planes para el baile? Si no, estaba pensando que podríamos ir juntos ¿? ¿? Finn.”

Tardamos más de veinte minutos en redactar el mensaje: sencillo y directo al grano. Mi dedo vacila sobre el botón de enviar, hasta que Mo, cansada de esperar, entra en acción y lo aprieta por mí, haciendo que mi corazón se acelere.

—Listo —dice, con una sonrisa de satisfacción en su rostro.

Mi estómago se retuerce nerviosamente mientras miro la pantalla en espera de una respuesta inmediata, rezando por ella y temiéndola en igual medida; y de pronto el tiempo se ralentiza, cada segundo tarda al menos el doble que antes de enviar el mensaje.

—¿Qué está listo? —pregunta Chloe, separándose de Vance y quitándose el auricular derecho de su oído. Desde la diminuta bocina se alcanza a escuchar el sonido de una música contaminante, el tipo de vibración que retumba y chillidos cacofónicos que te hacen pensar en gatos torturados, ventiladores industriales y cubos de basura.

—Nada —digo, sorprendida por la capacidad de Chloe para ignorarte cuando necesitas decirle algo y escucharte cuando no quieres que lo haga.

Chloe toma mi teléfono de la mesa antes de que yo pueda reaccionar.

—¿Quién es Charlie? —pregunta.

—Nadie —dice Mo, sonriendo burlonamente.

—Dime que no es ese chico que juega futbol americano con las enormes hebillas de cinturón y las botas —dice Chloe.

—Es de Texas —digo, para justificarlo.

—Yo creo que es lindo —dice Mo.

Chloe pone los ojos en blanco y lanza mi teléfono a la mesa.

—No puedo creer que seamos hermanas —dice.

Eso es algo que no puedo rebatir. De no ser por la habitación que hemos compartido toda la vida, nuestro amor por las palabras estupendas como estupendo, nuestro cabello cobrizo y nuestros ojos verdes, no tenemos nada en común. Chloe se vuelve a colocar el audífono al oído, con una sonrisa en el rostro, y sé que está feliz por mí. Desde hace tiempo me ha alentado a lanzarme al mundo del romance, diciéndome que soy bonita, aunque finja que no me importa. Ella es la única que lo dice, pero lo hace tan frecuentemente y con tanta sinceridad que a veces realmente le creo.

Cuando por fin llegamos a la cabaña, ya me he mordido todas las uñas y he revisado mi teléfono al menos doscientas veces. El Auto Miller se detiene, y todos aprovechamos para estirarnos y ponernos de pie. Ha empezado a nevar, y aunque todavía no son ni las cinco, el mundo está completamente oscuro.

Entrecierro los ojos para ver la “cabaña” a través del nebuloso velo, y una sensación de calidez me inunda el corazón. Algunos de los mejores recuerdos de mi infancia se originaron en este lugar. La cabaña, que es más bien un pequeño chalet de montaña, fue construida por el padre de mi madre cuando este se jubiló, aunque su sueño de vivir rodeado de pinos solo duró dos cortos años antes de que muriera. Pero su visión sigue en pie, una majestuosa cabaña con armazón en forma de A hecho de madera y vidrio a la que se accede por un camino privado, convirtiéndola en la única casa en kilómetros.

Salgo de la casa rodante y me olvido por un momento de Charlie y de mi teléfono. El frío me golpea mientras este invernal país de las maravillas me roba el aliento. La mayor parte del tiempo, debido a mis largas extremidades y a mi cabello brillante, suelo sentirme demasiado alta y visible, pero aquí, rodeada de una inmensidad tan impenetrable, de pronto soy pequeña y asombrosamente consciente de mi propia insignificancia.

Mo da vueltas a mi alrededor, atrapada también en la belleza del momento, y con la lengua de fuera para atrapar el rocío de nieve.

—Sí sabes que la nieve está sucia, ¿verdad? —dice Natalie.

Mo gira hacia Natalie con la lengua de fuera, y esta se marcha resoplando. Ambas nos reímos.

Papá está luchando con una hielera repleta de refrescos intentando empujarla por las escaleras de la casa rodante, y le pide a Oz que haga lo mismo con la otra hielera. Oz pone manos a la obra, cargándola sin el menor esfuerzo detrás de papá, mientras Bingo le pisa los talones.

—Gracias, amigo —dice papá por encima de su hombro, haciendo sonreír a Oz.

Yo llevo mi bolso de lona y dos bolsas con comestibles, y camino detrás de Vance, quien solo carga su propia bolsa. Avanza arrastrando los pies, con los hombros caídos y caminando de ese modo lento e irritante que lo hace parecer perezoso y arrogante al mismo tiempo.

Mi teléfono vibra en el bolsillo de mi chamarra, haciéndome saltar como si me hubieran picado con una puya para ganado.

Chloe, que camina detrás de mí, balancea la bolsa de comestibles que lleva cargando y la estrella contra mi trasero.

—¿Es tu novio? —pregunta.

Miro por encima de mi hombro para responder con una mueca, pero entonces veo su rostro emocionado, y me hace sonrojar.

Quiero mirar mi teléfono desesperadamente y revelar mi premio, pero Charlie tendrá que esperar, porque ya hemos cruzado el umbral de la cabaña y empieza la carrera de locos para ganar la mejor cama. Dejo la bolsa con comestibles sobre la barra y doy un salto para rebasar a Vance, quien obviamente no tiene idea de lo importante que es esto. Oz ya está en las escaleras que conducen al ático, subiendo pesadamente los escalones. Cuando Oz quiere algo, su determinación puede ser feroz, y sé que quiere la litera superior.

Esto es bueno, porque si él va a la izquierda, yo iré a la derecha. No importa cuál litera elija, yo ganaré la otra para Mo y para mí. Natalie está pisándome los talones, evidentemente decidida a sabotearnos. Sin importar la litera que yo elija, ella pedirá la otra cama para separarme de Mo.

Mi mente da vueltas tratando de elaborar una estrategia, y me decido a ir por los catres en la parte trasera. Elegiré el de en medio para quedar junto a Mo, independientemente de lo que Natalie haga.

Oz gira a la izquierda, y yo sigo corriendo hacia adelante, lanzando mi bolsa sobre el catre de en medio, luego, quitándome la chamarra, la arrojó sobre el catre de la izquierda.

Natalie cae en la trampa.

—Ese es mi catre —dice—. No se puede apartar para otra persona.

Tira mi chamarra al suelo y lanza su bolso sobre el catre menos deseable, el que está junto al calefactor y el más cercano a Oz.

Recojo mi chamarra y la lanzo sobre el catre de la derecha, el que yo realmente quería.

Vance y Chloe dormirán en el segundo juego de literas. Mis papás dormirán en el sofá cama de la sala. Tía Karen y tío Bob tendrán la habitación principal.

—Desempaquen, y luego iremos a cenar —grita papá.

Me desplomo sobre mi catre y saco mi teléfono del bolsillo. Mo se deja caer a mi lado y mira por encima de mi hombro.

“Suena bien. Me alegro de que me hayas invitado. Charlie”.

Brincamos con tanta fuerza que temo que el pequeño catre se rompa.

—¡Le da gusto que lo hayas invitado! —grita Mo.

Del otro lado de la habitación, una enorme sonrisa se dibuja en el rostro de Chloe, y levanta el pulgar.

—¿Crees que llevará puestas sus botas de vaquero? —pregunta Natalie burlonamente.

Ignoro su comentario. Lo último que escuché fue que iría al baile acompañada de su primo.

—Chicas, dense prisa —dice papá desde abajo—. Grizzly Manor nos espera.

—Jack, tal vez no deberíamos salir esta noche. Parece que ha empezado una fuerte nevada —grita mamá.

—¿Y perdernos los hot cakes con salchichas de Grizzly? ¡Ni de broma! —dice papá, con voz entusiasmada.

—¡Hot cakes de Grizzly para cenar! —grita Oz, emocionado.

Y con eso queda resuelta la cuestión. Si Oz no come sus hot cakes, no se estará quieto.

—Chicas, voy a terminar de vaciar la casa rodante. Tienen diez minutos —dice papá.

Sus palabras van dirigidas principalmente a Mo, Miss Fashionista, quien ya está buscando en su gigantesca maleta el conjunto perfecto para Grizzly Manor, una cafetería con manteles de plástico a cuadros y aserrín en el piso.

Natalie, que no se queda atrás, abre el cierre de su maleta también gigantesca y hace lo mismo. Yo me siento de piernas cruzadas sobre mi catre, vestida con mi traje deportivo y mis botas UGG mientras miro fijamente el mensaje de Charlie.

—¿Rojo o negro? —pregunta Mo, sosteniendo dos suéteres igualmente hermosos.

—Rojo —digo.

—¿Rasgados o sin rasgar? —dice, refiriéndose a sus pantalones de mezclilla.

—Está helando afuera —respondo.

—Pero los que están rasgados combinan mejor con el suéter rojo —dice, volviendo a guardar en la maleta sus pantalones sin agujeros, mientras yo pongo los ojos en blanco—. Solo necesito ir del auto al restaurante y de regreso.

Mo se marcha rápidamente al baño para cambiarse, y cuando sale, parece una modelo de pasarela de Nueva York a punto de ir a un restaurante de cinco estrellas, en lugar de una adolescente en Big Bear yendo a la cafetería local para comer el desayuno a la hora de la cena.

—¿Listas? —grita papá—. El autobús se va.

Tomo mi chamarra con capucha, y Mo se pone un hermoso blazer de tejido de espiga y un par de botas altas de piel. Cuando Natalie se percata de la elección de Mo, empieza a hurgar en su maleta y saca un par de botas muy parecidas y un abrigo de color crema que le llega a la rodilla.

—Me gusta tu abrigo —dice Mo.

—Lo compré en Italia. Costó más de setecientos dólares —responde Natalie.

Mo se las arregla muy bien para no reaccionar. Yo, en cambio, meneo la cabeza y digo:

—Pues yo compré mi abrigo en París, y me costó ochocientos dólares.

Natalie me lanza una mueca, baja las escaleras hecha una furia y azota la puerta.

Mo se vuelve hacia mí, y soltamos la carcajada, imitando el caminar altivo de Natalie.

—Chicas —dice mamá bruscamente, terminando con nuestro comportamiento grosero.

Salimos a la noche, y el frío nos roba el aliento.

 

5

 

El mundo se transformó mientras estábamos adentro de la cabaña. La nieve se entrelazó en un velo que cae interminablemente desde el cielo, el viento hace bailar y girar a los copos de nieve antes de que tomen su lugar en el manto blanco. Me estremezo dentro de mi chamarra. La temperatura también se ha transformado, haciendo que la calidez del día sea solo un vago recuerdo.

—Vamos —dice papá, abriendo la puerta del Auto Miller.

Mo, Natalie y yo avanzamos arrastrando los pies. Mo camina resbalándose y patinando en sus botas.

—Finn, tú siéntate junto a mí —dice papá—. Te enseñaré a conducir en la nieve.

Subo de un salto al asiento delantero.

—Mo, el cinturón de seguridad —dice mamá detrás de mí.

Yo también me abrocho el mío.

Conducimos lentamente, las cadenas crujen sólidamente mientras descendemos con cautela por la carretera cargada de nieve. Los limpiaparabrisas se mueven de un lado a otro, y las luces altas apenas nos permiten ver un metro adelante de nosotros, mientras la nieve cae densamente a través de su luz.

El camino está vacío. Además de nosotros, solo el departamento de bomberos y algún intruso ocasional que quiere cortar camino desde Cedar Lake hasta las laderas utilizan la carretera de acceso.

Papá no me enseña a conducir como prometió. Su atención está completamente centrada en la carretera, y yo me entretengo pensando en Charlie y en el baile.

—¿Qué es eso? —digo, señalando un destello de color frente a nosotros.

Papá reduce la velocidad a tal grado que apenas nos movemos, y nos acercamos hasta un pequeño auto rojo. Papá detiene la casa rodante y se baja. Está a medio camino del vehículo parado cuando se abre la puerta y aparece un chico no mucho mayor que yo. Intercambian algunas palabras, y ambos empiezan a caminar hacia nosotros.

—Él es Kyle —dice papá—. Vamos a darle un aventón.

Por mí no hay ningún problema. Podemos recoger a otro Kyle en cualquier momento. Un metro ochenta de alto, hombros anchos, cabello color miel y unos ojos verdes tan brillantes que se pueden ver claramente desde tres metros de distancia.

Kyle escanea rápidamente el interior del vehículo. Oz está junto a la puerta con el cinturón de seguridad abrochado, sosteniendo a Bingo. Mamá, tía Karen y tío Bob están en el asiento del Bentley en la parte trasera. Chloe y Vance están sentados en la pequeña mesa del comedor junto a la ventana, con los audífonos a todo volumen en los oídos, mientras que Natalie está a un lado de la mesa y Mo al otro. Kyle sonríe cuando Mo cruza la mirada con él y se sienta junto a ella, demostrando que además es inteligente.

Empezamos a avanzar de nuevo, rodeando cuidadosamente el auto de nuestro invitado.

Kyle tiene mucha suerte de que hayamos aparecido. Dudo mucho que otros autos tomen el atajo esta noche, y hubiera sido una larga y helada caminata hasta la ciudad.

Detrás de mí, Mo ya está poniendo manos a la obra, y aunque no alcanzo a escuchar la conversación, sé que Kyle está perdido. Mo ha dejado una serie de chicos con el corazón roto detrás de su cautivadora estela. Es el tipo de chica que primero los ama y luego los deja devastados y aturdidos.

Echo un vistazo hacia atrás para confirmarlo, y efectivamente, Kyle está sentado de lado en su asiento, completamente cautivado mientras Mo teje su telaraña, hipnotizándolo con su belleza y sus dulces preguntas que parecen genuinamente curiosas, y escuchando sus respuestas como si fuera el tipo más fascinante del mundo.

Frente a ellos, Natalie mira la escena fijamente, sin poder decir una palabra, y experimento un mínimo sentimiento de simpatía hacia ella, alegrándome por no ser la chica atrapada frente a esos dos, haciéndome sentir completamente invisible mientras Mo hace lo suyo.

Papá pisa el freno, y mi cabeza gira encontrándose con el parpadeo de los ojos asustados de un ciervo frente a nosotros. El vehículo se tambalea, y luego se desliza. Las llantas delanteras se sujetan mientras las traseras se patinan. Todo sucede muy lentamente. Apenas nos movemos. La parte trasera golpea contra algo sólido, y las llantas delanteras pierden el control. Parecen unos cuantos centímetros, pero deben haber sido varios metros porque la defensa delantera roza contra la barandilla haciendo chirriar el metal al doblarse, y entonces nos detenemos.

Vuelvo a respirar, sintiéndome aliviada de que alguien haya sido lo suficientemente inteligente para construir una barandilla en esta franja peligrosamente estrecha. Y después de esa pequeña exhalación todo comienza. Como puntadas que se rasgan, los postes que sostienen la cinta de acero se rompen desde la ladera de la montaña: pop, pop, pop.

Y caemos.

No hay tiempo para gritar. Nos desplomamos como un misil. Mi cinturón de seguridad me mantiene suspendida sobre el parabrisas, mientras la montaña, la nieve y los árboles pasan volando. La llanta del lado de papá rebota contra algo duro, y somos lanzados hacia adelante y luego hacia abajo nuevamente, aunque ya no de forma recta. Mi hombro está atrapado en la esquina entre el tablero y la puerta.

En el siguiente segundo, la casa rodante está de lado, y observo cómo continúa deslizándose, derrapando sobre las rocas y la nieve. Miro hacia arriba, sin poder creer cuánto hemos caído. El camino arriba de nosotros se ha convertido en una cordillera lejana que ya no alcanzo a ver.

Estoy afuera pero no tengo frío, confundida pero solo por un segundo.

En un instante


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Este día importa

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Primeros capítulos

1

 

Querido José Carlos: 

Mi abuelo falleció por el virus sars-cov2. Era un artista plástico excepcional. Sus pinturas y esculturas han dado la vuelta al planeta. A pesar de ser una persona pública famosa, tuvo un sepelio desierto y una cremación rápida, como si el mundo entero quisiera deshacerse cuanto antes de su cuerpo.

No pudimos estar con él en sus últimos momentos, no pudimos abrazarlo ni darle el consuelo, ni el amor, ni el apoyo espiritual que merecía, y que él siempre nos dio.

Este virus es así. Con algunos convive pacíficamente y a otros les arranca no solo la vida, sino la dignidad de la muerte. 

Ahora, en la casa de mi abuelo vivimos solo tres personas: mi padre, mi hermano menor y yo. La finca es enorme y cada uno está procesando el duelo de forma aislada. Eso hace que el sitio se sienta todavía más grande y frío.

Ayer entré a la habitación de mi papá a llevarle su cena. Lo encontré debajo del escritorio. ¡Estaba hecho un ovillo con la cabeza pegada al suelo, metido en el hueco para las piernas! Me asusté. Le pregunté qué le pasaba y me di cuenta de que estaba llorando; no quiso hablar, ni moverse. Se encontraba sin energías… Nunca lo había visto desmoronarse así. Ni siquiera cuando murieron mi madre y mi hermano mayor. En aquella ocasión también a mi papá lo perseguía la culpa de no haber estado ahí; decía que él pudo haber evitado el accidente. Pero a pesar del remordimiento, logró recuperar la fuerza y levantarse. 

Ahora es distinto. Peor. De nuevo la culpa lo ahoga como si tuviese una losa de concreto encima, aunque esta vez, a su entender, él fue quien causó el accidente. No para de decir: “Yo traje el virus a la casa y contagié a mi propio padre”. 

Dejé su cena sobre la mesa y salí del cuarto mareada, confundida. Contagiada de un agotamiento físico y emocional que me llevó a los linderos del desmayo. 

Fui a buscar a mi hermano menor y me di cuenta de que no estaba. Tal vez había escapado de nuevo para emborracharse o drogarse. Entonces me desplomé en el sillón de la sala, sin poder llorar, pero ahogada por una profunda congoja. Apenas tuve fuerzas para tomar mi computadora y te busqué en internet.

He leído varias veces tu libro en el que hablas de Sheccid y Ariadne. Sé de memoria cada detalle. Crecí enamorada del personaje principal, pero también enojada con él, porque se dejó despreciar por Sheccid y nunca le hizo caso a Ariadne (quien de verdad lo amaba). Aunque la historia sucedió hace más de cuarenta años, la forma como planteas el amor ideal entre los jóvenes sigue vigente. Tú has sido mi guía y mi inspiración durante mucho tiempo. Al igual que Ariadne, te amé en secreto y al igual que Ariadne, aprendí a olvidarte. Ahora, no sé por qué, me acordé de ti. Estoy viviendo una situación de extremo dolor.

Entré a tu grupo de redes que llamas club “creadores de días grandiosos”. Había una reunión por Zoom. Me uní y me quedé quieta, escuchando, nutriéndome con lo que le decías a tus amigos y con lo que ellos te decían a ti. Me gustó el ejercicio de apoyarse mutuamente y de enfocarse en el día a día para lograr salir de la crisis. 

Soñé con la fábula de aquel hombre que estaba a punto de morir y encontraba una bolsa de piedras en la orilla del río. El concepto de aprovechar cada día al máximo, porque eso es lo único en lo que tenemos control, me retumbó durante el sueño. En esta casa, mi padre, mi hermano y yo estamos tirando, como esas piedras al río, nuestros días a la basura, uno a uno, desde que murió mi abuelo.  

Hoy en la mañana fui a ver a mi papá y lo hallé dormido. Lo invité a salir del cuarto. No quiso. Giró sobre su cuerpo y se tapó con las cobijas. Le dije: 

—Tienes que reponerte, papá; cada día importa y estás desperdiciando tus días. 

Me contestó con voz muy baja: 

—Ya nada tiene sentido. Perdí mi trabajo y perdí a mi familia. 

Me quedé fría al escuchar esas palabras. ¿Y yo qué soy para él? ¿Su mascota? ¿Su sirvienta? ¿Un fantasma? ¿Y mi hermano menor no cuenta? Le di la oportunidad de corregir y le pregunté: 

—¿No nos consideras tu familia? ¿Ni a mí ni a Chava? Hasta donde sé, todavía te quedan dos hijos, que, por cierto, se sienten muy solos y te necesitan. 

Pero no contestó. 

¿Por qué un hombre como él, que siempre fue ejemplo de trabajo y fuerza, ahora está tan disminuido? Parece un muñeco mecánico al que le quitaron las baterías.

José Carlos. Te escribo esta carta para pedirte un favor enorme. Sé que tal vez te parezca descabellado. Sin embargo, estoy desesperada y no te lo pediría si no fuera importante. Quiero que vengas a la casa, que hables con mi padre, que platiques con mi hermano y conmigo. Mi papá te conoce. Te conoce muy bien; y tú a él. Se llama Salvador. Estudiaron juntos la secundaria y el bachillerato. ¿Lo recuerdas? Salvador, tu amigo. 

Por cierto, se me olvidó decírtelo: mi madre era Ariadne

Atte.

Amaia

 

2

 

La lectura de los últimos párrafos de la carta me provocó un escalofrío lento y profundo que recorrió mi piel desde la punta de los pies hasta la coronilla. Después me quedé quieto, respirando con rapidez. Tardé en razonar.

¿La hija de Ariadne me había escrito? 

¿Y dijo que su madre había muerto? ¿Eso entendí? 

Repasé los párrafos con mucho cuidado. 

Sí. Eso decía. Al parecer, Ariadne murió en un accidente junto a su hijo mayor. Le sobrevivían su hija intermedia, su hijo menor, quien por lo visto se había vuelto drogadicto, y su esposo, Salvador, mi viejo amigo. 

Al repasar la carta, atrajo mi atención que la hija de Ariadne se hubiese animado a escribirme solo después de escuchar la reunión del club “creadores de días grandiosos” en la que hablamos de una fábula, una bolsa de piedras a la orilla del río, y el concepto apremiante de aprovechar cada día. 

Estaba tan impactado, que fui a mis apuntes y repasé lo que había movido a la chica a contactarme.

LA PERLA DE ESTE DÍA

Un hombre caminaba por la ribera de un caudaloso río. Estaba preocupado porque le habían diagnosticado una enfermedad incurable y no tenía dinero para dejarle a su familia. Si él moría, su esposa y sus cinco hijos quedarían desprotegidos. Entonces se sentó frente al río y rogó:

—Dios, tú sabes que he tenido una vida difícil e intensa; años buenos y malos, pero sobre todo malos; he cometido aciertos y errores, sobre todo errores; un largo historial de éxitos y fracasos, sobre todo fracasos. A pesar de eso, también sabes que soy un hombre que ama a sus hijos y a su esposa. Ahora que voy a morir, ayúdame a dejarles algo para mantenerse. 

Se hizo de noche; el hombre caminó encorvado y desanimado. Pensó que el Creador estaba demasiado ocupado para escuchar su oración. 

En la oscuridad de la noche halló una bolsa de piedras de río. Algún niño la habría dejado ahí. Entonces comenzó a pedirle un milagro a las piedras, como hacen los supersticiosos cuando arrojan monedas a las fuentes. Aventó una a una, pidiendo deseos. Cuando le quedaba la última, antes de arrojarla, se dio cuenta de que era demasiado tersa; la miró de reojo y descubrió que se trataba de una perla de gran valor. En su sorpresa la dejó caer, y el río profundo y caudaloso se la llevó.

Volvió a sentarse para mirar la vertiente; asustado, enfadado, asombrado; cerró los ojos y pudo percibir en su interior la voz de Dios que lo amonestaba: 

—Te regalé una bolsa con perlas. Cada perla representaba uno de los días extraordinarios que has creado en los últimos años. Era tu legado. 

El hombre estalló en llanto y se desmoronó.

—Perdóname, Señor… Ahora entiendo que cada día que hice bien las cosas se convirtió en una perla, y esa era la herencia para mu familia. Déjame tenerla de vuelta por favor. 

Caminó de regreso a su casa; encontró otra bolsa similar. La abrió esperanzado, y se dio cuenta de que solo tenía piedras. Aun así, la anudó y la llevó a su casa. 

A la mañana siguiente su esposa lo despertó. 

—Amor, ¿qué es esto? Anoche cuando llegaste dejaste una bolsa sobre la mesa. Dijiste que eran piedras. ¡Pero son perlas! ¿De dónde salieron?

El hombre, llorando de alegría, abrazó a su mujer y le dijo:

—Se me ha dado una segunda oportunidad. En esta bolsa está mi legado. No es mucho, pero todo lo bueno que he hecho en la vida se encuentra contenido aquí. Te lo obsequio, amor. Es el resumen de todos mis días.

Nuestra vida es una colección de días. Cada día puede (o no) ser una perla, dependiendo de lo que hagamos con él. Si en veinticuatro horas logramos ser productivos, constructivos, benéficos, positivos, convertiremos ese día en una perla. Podemos coleccionar cada perla engarzándola en un collar que representará nuestra vida.

Se dice que, al morir, veremos nuestro resumen. Un compendio de lo que hicimos en imágenes presentadas de manera rápida, como una sucesión de fotografías. De ser así, estaremos en presencia de los momentos más importantes (buenos y malos, pero importantes); de los días más remarcables de nuestra vida. 

El “todo” está conformado por pequeños elementos. Y un “todo” fabuloso se conforma de pequeños elementos fabulosos. Un gran libro es una colección de grandes capítulos. Una gran obra de teatro es una colección de grandes escenas. Una gran amistad es una colección de grandes convivencias.  

La vida es una colección de días. Una vida extraordinaria es una colección de días extraordinarios. Una vida miserable es una colección de días miserables. ¿Queremos tener una vida extraordinaria? Pues comencemos creando una colección de días extraordinarios. ¿Cuál es la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario? ¡El extra!, ese algo más que no tiene lo ordinario. 

Somos creadores de grandes días. Por definición, el líder enfocado deja huella y trasciende porque se concentra en hacer de cada día un gran día. Hagamos que este día importe. No mañana ni pasado mañana. ¡Este preciso día! Porque es el único que tenemos, y el único que podemos moldear. Hagamos de nuestra vida una gran vida enfocándonos en hacer de cada día un gran día.

 

3

 

Después de leer la carta de Amaia y repasar los conceptos que la motivaron a escribirme, puse atención en el número debajo de su nombre. Eran diez dígitos de un celular. 

No lo pensé dos veces. Le marqué.

Escuché una voz de mujer joven, con timbre peculiar, más grave de lo normal, como si hubiese enronquecido de tanto llorar. 

—Hola —me identifiqué—. Soy José Carlos. El escritor. 

Guardó silencio. Después de varios segundos corroboró:

—¿De veras eres tú? 

—Sí, Amaia. Acabo de leer tu carta. Es increíble todo lo que me dices. La última vez que vi a tus papás fue cuando se casaron. 

—Lo sé. No quise importunarte, pero de verdad necesito ayuda —aunque su voz era pausada y de dicción perfecta, dejaba entrever una clara mortificación—. Como te expliqué en la carta, mi papá está tan deprimido que no puede levantarse de la cama; parece, como te dije, un muñeco al que le han quitado las baterías. Vivimos en una especie de rancho, en una mansión campestre que siempre fue el sitio más alegre y lleno de paz, pero hoy está envuelto en una sombra de muerte. La energía negativa es tan evidente, que pienso que mi padre podría suicidarse en cualquier momento.

—¿Dónde viven, Amaia? Dame tu dirección. 

Comenzó a dictar.

—Espera —corrí por lápiz y papel. Anoté el domicilio; no me pareció conocido. 

—Y eso, ¿dónde está?

—Es un fraccionamiento a las afueras de la ciudad. En el norte. Colinda con el bosque. Se llama Fincas de Sayavedra.

—Mañana voy. A las diez, ¿te parece bien? 

—Sí. Perfecto.

¡Era la hija de Ariadne! Sentía como si mi propia amiga me estuviese pidiendo ayuda para su familia. Me dolía mucho que Ariadne ya no viviera, pero me asombraba la forma increíble en que este mundo redondo siempre nos regresa a los orígenes, y nos da la oportunidad de devolver el bien que recibimos. 

—Gracias, José Carlos —dijo la joven—. Nunca pensé que me contestarías el e-mail. Mucho menos que me llamarías.

—Al contrario, Amaia. Gracias a ti por haberme buscado.

—¿Sabes? Me gustaría mucho empaparme de lo que hablan en ese grupo de lectores con quienes te reúnes en línea. En mi casa hay una debilidad crónica. Quisiera aprender a tener más energía.  Y transmitírselo a mi papá y a mi hermano. 

Todo el mundo tenía acceso a los videos que grabé durante la pandemia, pero nadie, hasta ese momento, tenía el material escrito con las ideas ordenadas. Pensé que, si organizaba mis apuntes del año y se los daba como un obsequio especial, lo apreciaría.

—A propósito, qué curioso —agregó antes de despedirse—. Justo en estos momentos, pensaba escribirte una segunda carta. Pero ya no voy a hacerlo. Mejor mañana platicamos.

—Hazlo. Me encanta tu forma de escribir; deberías ser escritora. 

—Tengo una novela a la mitad.

—Pues termínala. 

La imaginé sonriendo, con una combinación de esperanza y tristeza. 

—Claro —contestó—. Algún día.

Después de la llamada, escribí un texto que copio a continuación. Luego me dediqué varias horas a organizar mis apuntes del club “creadores de días grandiosos” y a imprimirlos. Se los llevaría como regalo.

Estamos en el primer trimestre de 2021; se habla de una vacuna que no llega y el mundo sigue adaptándose a una nueva normalidad. 

Los noticieros de diciembre fueron escalofriantes. Vimos en el resumen del año escenas de calles vacías, negocios cerrados, hospitales del mundo atestados de enfermos, coliseos llenos de cadáveres, personas aplaudiendo por la ventana para saludarse de un edificio a otro, niños y jóvenes estudiando a distancia, pegados a un monitor. Recordamos la forma en que estuvimos encerrados, y nuestros propósitos fueron amputados. Nos dijeron “quédate en casa”, “no trabajes”, “no vayas a la escuela”, “deja de ponerte metas”, “no hay dinero”, “no vas a ganar dinero”, “el comercio está en pausa”, “las finanzas a la baja”. 

El año que pasó nos dimos cuenta de cuán vulnerables somos y de lo frágil que es nuestra existencia. Comprendimos que el mundo real puede cambiar de un momento a otro, pero que nuestra verdadera batalla está en el mundo mental. Porque es ahí, en la mente, después de perder dinero, trabajo, crecimiento; después de ver nuestros planes y proyectos truncados; después de perder a un amigo o a un familiar por el virus, donde comienza el infierno. 

En el cerebro, los pensamientos de culpa o preocupación pueden ser muy angustiosos. Además, estudiando en línea, hablando en línea, teniendo reuniones sociales en línea, conectados a dos o a tres pantallas a la vez, nuestra mente se ha vuelto un caos de confusión en el que reinan las emociones negativas. 

Más que nunca debemos enfocarnos en el presente. Porque cualquiera que sea la problemática, por muy imponente que parezca la crisis, podemos enfrentarla y superarla si la desglosamos en pequeñas partes concretas de acciones por emprender.  

Suena simple, pero es contundente: con enfoque y atención no hay nada que no podamos resolver.

Este día importa


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¡Es hora de darnos ese lujo!

¿Quieres comprar un auto nuevo o reservar boletos para un viaje a Europa? ¿Por qué no? ¡Después de todo, lo mereces!
Unos amigos recién casados me contaron que tenían problemas muy graves, pues ella quería comprarse una casa amplia, mientras él deseaba seguir viviendo en el mismo departamento austero, reinvirtiendo las ganancias de su negocio en el mismo negocio. No quise ser descortés con la mujer, de modo que traté de explicarme con una historia:
En el viejo oeste tres vaqueros iban atravesando el desierto. Dos de ellos se quejaban de tener mucha hambre. El tercero no. Cuando llegaron al pueblo, fue el tercero quien se sentó con más avidez a disfrutar del plato de guisado. Sus dos compañeros se burlaron:
—Dijiste que no tenías hambre ¡y mira ahora cómo te devoras la comida!
—Cuando estábamos en el desierto no podía darme el lujo de tener hambre —contestó el vaquero.
—¿Por qué?
—¡Porque ahí no había comida!
La pareja se quedó callada unos segundos después de escuchar la parábola. No hubo necesidad de explicar más.
Es lo que llamo en mi libro TE DESAFÍO A PROSPERAR, “tomar opciones responsables”.
El precepto universal dice que “hay tiempo de sembrar y tiempo de cosechar”. Sembrar se define como preparar la tierra, cultivarla, abonarla, ponerle agua y esperar. Cosechar se define como recoger el fruto, vender la producción y usar los dividendos obtenidos.
Todo acto es una semilla siembra y toda semilla da fruto. Eres el resultado de tus actos y decisiones de hace varios años. Lo que serás en el futuro depende de tus actos y decisiones de hoy. Cuanto hagas quedará grabado en tu proceso vital y, tarde o temprano, se te revertirá en bien o en mal.
Pero no existen semillas instantáneas. Por eso es importante tener una visión a largo plazo.
Una de las plantas más asombrosas del mundo es el bambú chino. Durante varios años no crece porque se avoca a echar raíces profundas. Pero llega un momento en el que contiene la fuerza y el poder interno para comenzar su crecimiento exterior. Entonces asombra a todos. En pocos días puede crecer hasta treinta metros.
Visualízate como un bambú chino. Tú asombrarás al mundo y podrás disfrutar de las mayores recompensas, pero a su momento. Tal vez estás en el tiempo de echar raíces.
Te desafío a prosperar. Sólo hay una forma. Ahorra, aunque te apetezca más gastar. Estudia una carrera aunque prefieras dejar la escuela. Haz una labor de excelencia en tu empleo aunque quieras hacer menos.
Para conquistar una montaña hay que estar ahí; subir paso a paso; avanzar un poco en cada periodo. No hay forma de llegar a la cima sin pagar un precio. Y el precio implica sacrificios.
La belleza de una recompensa estriba en lo que hubo antes de ella. Sin haber padecido el dolor constructivo de la espera y el trabajo, el premio pierde su sentido.
Mucha gente dice ¡es hora de darnos ese lujo! Pero se equivocan. ¡Es hora de hacer las cosas mejor!
Claro que te comprarás ese auto nuevo y viajarás a Europa, pero tal vez no sea este mes…

¿Qué sostiene a la familia?

Hace unos meses recibí el correo de un amigo lector. Estaba desesperado. Él y su esposa pasaban por una terrible crisis. Acababan de sufrir la muerte de un bebé durante su gestación. Era el segundo que perdían. Por desgracia, en la intervención quirúrgica de emergencia, los médicos tuvieron que extirparle el útero.
Ella ya no podrá volver a embarazarse nunca. Estaba deshecha. Había sustentado su proyecto familiar en la perspectiva de tener hijos. Así que suprimiendo esa posibilidad, ya no le quedaban razones para seguir casada. Le pidió a su esposo el divorcio. Lo hizo también en un acto de sacrificio afectuoso, para que él pudiera buscar a otra mujer capaz de hacerlo padre y “formar una familia”.
Le sugerí un ejercicio básico para conocer sus prioridades. Cuando a una persona se le pide dibujar un árbol que represente a su familia, el resultado suelen ser troncos con distintas ramas simbolizando a los integrantes del hogar (mamá, papá e hijos).
¿Cuál es el tronco que sostiene el hogar? ¿El esposo? ¿La mujer? ¿Los niños? No me refiero al apoyo económico, sino a la esencia que mantiene a la familia en pleno funcionamiento emocional y social.
Sin duda es un error cimentar la vida familiar en los hijos, pues con el pasar del tiempo emprenden su propio camino. La pareja debe cultivar su propia comunicación, intimidad y complicidad. Los hijos son un regalo (mejor dicho un préstamo) otorgado a la pareja; un fruto que deberán nutrir, y que (como cualquier fruto), en algún momento será cortado, manteniendo la conexión genética y emocional, pero con una vida independiente.
La familia comienza con el amor de una pareja. Es el tronco. La esencia. Pueden faltar los frutos, pero el árbol seguirá de pie.
Es indispensable que todos convirtamos el matrimonio en un motor que bombee energía a cada rama, hoja y fruto del hogar. La relación de pareja influye más que ninguna otra cosa en el desarrollo de los niños. ¿Quieres brindar felicidad a tus hijos? ¡Haz feliz a tu esposa o esposo! ¿Deseas luchar por tu familia? Comienza por dar vida al matrimonio. Ese amor será destilado por cada rincón de la casa y tus hijos serán los primeros beneficiados.
Después del ejercicio, mi amigo lector comprendió mejor sus retos y circunstancias. Poco después me escribió:
“Ella me pidió que busque otra mujer para que pueda formar una familia, pero yo ya tengo FAMILIA. Quizá no tenemos hijos y nunca los tendremos, sin embargo ella y yo nos amamos; nos tenemos el uno al otro, igual que al principio. Quiero envejecer a su lado. Nuestros apellidos se han fusionado al igual que nuestro corazón. Tenemos una historia propia. Disfrutamos nuestra íntima complicidad. Compartimos un proyecto de vida. No nos hace falta nada. No tengo que buscar en otro lugar lo que ya he hallado con ella. No me cansaré de decirlo: Mi esposa es mi familia”.

Detrás de camaras

Dos hermanos huérfanos deseaban ser pintores, pero no tenían dinero y la única fuente de ingresos en el pueblo era la vieja mina. Ambos echaron a la suerte cuál de los dos trabajaría como minero, y cual iría a la academia de pintura.
El menor ganó; tuvo emociones encontradas, por un lado estaba contento de poder realizar sus sueños, y por el otro, sabía que su hermano se enfrentaría a un trabajo desgastante y peligroso. Sin embargo, las cosas debían hacerse como lo planearon. Prometió que cuando terminara de estudiar, apoyaría a su hermano para que también pudiera ser pintor.
Pasaron varios años. Al fin, el joven comenzó a tener éxito. El día en que inauguró su primera galería, le dio las gracias a su hermano diciéndole:
—Ahora es tu turno de estudiar; venderé mis cuadros y pagaré tus gastos al cien por ciento.
El hermano mayor renunció a la mina y fue a la academia, pero en cuanto tomó un pincel se percató de que sus manos temblaban sin control.
Acudió al médico, quien después de una serie de estudios, le dijo:
—Lo siento, usted jamás podrá ser pintor; ha trabajado demasiado tiempo en la mina, estuvo expuesto a la humedad y a maltratos que han afectado su motricidad fina.
El joven se enteró de la mala noticia, corrió a la casa de su hermano mayor; lo encontró sentado frente a la mesa con las dos manos unidas y la cabeza escondida entre ellas. Los nudillos huesudos entrelazados sobresalían en la piel venosa. No supo qué decirle. Se sentó a su lado y lo abrazó.
—Haría lo que fuera por ti —le dijo—, ¿cómo puedo ayudarte?
El mayor se encogió de hombros.
—Pinta mis manos... y, cuando veas el cuadro, recuerda que estas manos se deshicieron para que tú te hicieras...
Pocas veces nos detenemos a pensar que detrás de todo logro público hay esfuerzos y sacrificios privados; ¡en ocasiones realizados por otras personas!; gente que labora de sol a sol para poder brindarnos el fruto de su trabajo. Personas que nos aman y están dispuestas a todo por apoyarnos.
De los dos hermanos, aunque el pintor haya logrado popularidad, el minero será siempre el personaje más extraordinario...
Querido lector, tienes mucho que agradecer. Hay manos que se han deshecho para que tú te hagas. Honra a los héroes que te han respaldado, haciendo que tus actos sean siempre dignos y meritorios. Si estás pensando en alguien mientras lees este artículo, llámale por teléfono ahora y dale las gracias. Tú has sido una persona muy crítica; has señalado los errores de otros con dureza. Pero tal vez te ha faltado calidad humana para elogiar y agradecer a quien no sólo ha aguantado tus caprichos, sino que ha seguido sosteniéndote en silencio. Reconócelo. Págale con amor. Y después, cuando sea tu turno, pártete el alma en la lucha para ayudar a alguien más. Que tus manos se deshagan para que otros se hagan.

4 pasos para lograr la verdadera grandeza

Los seres humanos somos progresistas. Estamos diseñados para la evolución y el crecimiento. Por eso vale la pena revisar estos cuatro pasos del libro UN GRITO DESESPERADO:
PRIMER PASO: ESTUDIA EL UNIVERSO DISPAR.
Nos movemos en un cosmos de ideas siempre iguales; repetitivas. Inmersos en la abundancia, no la percibimos porque no la vemos. Para crecer hay que atrevernos a voltear a otros horizontes. Acercarnos a nuevos conceptos: leer, escuchar cátedras, estudiar, investigar. ¡Descubre que hay un universo de ideas diferentes a las tuyas! Si no accedes a conceptos más sabios, jamás serás una mejor persona.
SEGUNDO PASO: CRUZA EL PUENTE.
Imagina que te hallas al borde de una montaña árida, justo en el punto en que, si das un paso más, caerás al precipicio. Frente a ti, hay otro monte con verdes prados; puedes verlo, pero no cruzar. Necesitas un puente. ¿De qué te serviría leer enciclopedias completas o terminar varios postgrados si eres incapaz de aplicar lo que sabes? Mucha gente "ve" el monte de la sabiduría (incluso lo ha estudiado) y aunque conoce los secretos para una vida plena, no los vive. No puede. Debe cruzar el puente de la humildad. Para acceder a él, no pierdas el tiempo criticando o buscando los defectos ajenos. No seas como el necio que se cree superior al que está narrando una historia sólo porque ya la ha oído antes y se adelanta ufano contando el final. Nunca pienses “es obvio”, “eso yo ya lo sabía”, “no es nada nuevo para mí”. Abre tu mente, sé una persona sencilla de corazón, doblega tu orgullo y avanza sobre el único puente que te permitirá aplicar lo que aprendiste.
TERCER PASO: TRADUCE.
Lo que alguien más escribió o expuso, lo hizo en su propio lenguaje, con su filtro muy personal de emociones y conocimientos. Ahora, esa sabiduría ha llegado a ti. Tienes la humildad para recogerla, pero no es tuya; es de otro. Ha llegado el momento de traducirla a tu propio idioma. Entabla pláticas a puerta cerrada contigo mismo; medita y haz que los conceptos aprendidos te generen conclusiones propias; ponte de acuerdo contigo respecto a cómo llevarás a la práctica tus nuevas verdades. Practica otras formas. Persevera hasta que adquieras mejores rutinas y la esencia renovada de tu persona se erija sobre tus viejos hábitos.
CUARTO PASO: EXPRÉSATE.
Tienes conocimientos, humildad para vivirlos y conclusiones propias aplicables. Ahora comparte todo eso con los demás. No temas decir algo que ya se ha dicho. Tu manera de comunicarte puede ser, para muchos, más poderosa y reveladora que las que conocieron anteriormente. Habla, escribe, dicta cursos, conviértete en pregonero de la sabiduría que has logrado asimilar. Para que las verdades transformen, su poseedor debe cerrar el círculo de compartirlas. Es una especie de broche de oro. El agua que no se comparte se ensucia y descompone. La mejor forma para comprometerte con una gran creencia, es convirtiéndote en su promotor.
Añadir valor a uno mismo se llama "éxito".
Añadir valor a los demás, se llama "trascendencia".
Usa estos cuatro pasos para tener éxito, pero sobre todo, para trascender.
Es tu gozo. Es tu misión.

Aprender a amar

Descubrí la pornografía a los trece años de edad. Estudiaba la secundaria. Un vendedor de revistas explícitamente obscenas trató de inducirme a participar, con otros compañeros de mi escuela, en sesiones de fotografías y videos de desnudos. Su invitación fue tan rotunda y agresiva que nos asustamos y huimos. En el libro LOS OJOS DE MI PRINCESA, relato los pormenores.
La noche en que me ocurrió aquello, busqué algunos libros de sexología y traté inútilmente de entender por qué no podía apartar de mi mente las imágenes impresas que vi.
Mi madre me encontró esa noche de desvelo en el estudio de la casa. Preguntó qué pasaba y yo le conté todo. Le dije que mi mente era un mar de ideas contradictorias, imágenes excitantes y repugnantes a la vez.
Ella era una mujer preparada. Se acercó a para abrazarme. Al fin comentó en voz baja.
—Debes saber esto. Muchas falsas agencias de empleos solicitan modelos para embaucar a los jóvenes y abusar sexualmente de ellos... cientos de adolescentes en el mundo son secuestrados cada año para ser objeto de explotación sexual. La pornografía juvenil e infantil es el gran negocio de esta época. Cuando la policía registra las pertenencias de los criminales, siempre encuentra con que son aficionados a la más baja pornografía y perversiones sexuales.
—Mamá... lo que acabo de descubrir… Me gusta y me causa temor. ¿Por qué me pasa esto?
—¿Qué?
—No puedo apartar la porquería de mi mente... Sé que es algo sucio, pero me atrae. Me da asco pero me gustaría ver más. No entiendo.
—Un poeta escribió que los jóvenes son como náufragos con sed. En un naufragio, los sobrevivientes se enfrentan con una gran tentación: Beber el agua de mar. Quienes la toman, en vez de mitigar su deseo, la hacen más grande al grado de casi enloquecer por la sed y mueren más rápido. La pornografía, el alcohol, la droga y el desenfreno sexual son el agua de mar. Si quieres destruir tu juventud, bébela…
—Pero tengo mucha sed… ¿cuál es el agua pura?
—El Amor. Mi papá contaba la historia de un soldado que cayó prisionero del ejército enemigo. El soldado fue metido a una cárcel subterránea oscura, sucia, llena de personas enfermas y desalentadas. Un día, la hija del rey, llamada Sheccid, visitó la prisión. Fue tal el desencanto de la princesa, que suplicó a su padre que sacara a esos hombres de ahí y les diera una vida más digna. El soldado se enamoró de la princesa Sheccid y, motivado por el deseo de conquistarla, escapó de la cárcel y se obstinó en superarse y convertirse en un gran hombre para después acercarse a ella. Esa princesa fue su motivación e inspiración; tanto que llegó a ser uno de los hombres más ricos e importantes del reino.
—¿Y llegó a conquistarla?
—No. La princesa fue su aliciente, su musa, su fuerza. El Amor te da ese tipo de motivaciones. Aférrate a tu “Sheccid” y olvida la porquería que conociste hoy.
Hubo un largo silencio. Me erguí y la abracé. Ese momento fue decisivo en mi vida para aprender a amar.

Todo acto tiene consecuencias

Mi hermano sufrió un terrible accidente y estuvo a punto de morir. Era un día soleado. Nos encontrábamos nadando en la alberca del club deportivo. Salió de la alberca y caminó hacia la fosa de clavados. Fui corriendo tras él. Lo rebasé y subí primero las escaleras del trampolín. Él pretendía llegar a la plataforma de diez metros para llamar la atención desde arriba y lanzarse de pie, derechito como un soldado volador. Luego, mis padres aplaudirían y me dirían: “¿viste lo que hizo tu hermanito? ¿Por qué no lo intentas?”
Jamás había podido arrojarme desde esa altura, pero esta vez me atrevería. No permitiría que Riky siguiera haciéndome quedar en ridículo.
Llegué hasta a la plataforma. Un viento frío me hizo darme cuenta de cuán alto estaba. Respiré hondo. No miraría hacia abajo.
—¡Hola, papá! ¡Hola mamá! —grité—. Allá voy.
Avancé decidido, pero justo al llegar al borde, me paralicé. Mi hermano ya estaba detrás de mí.
—¡Sólo da un paso al frente y déjate caer! —me dijo—. ¡Anda, sé valiente!
Tuve ganas de propinarle un golpe, pero no podía moverme.
—¿Qué te pasa? —me animó—. No lo pienses.
Quise impulsarme. Mi cuerpo se bamboleó y él soltó una carcajada.
—¡Estás temblando! Quítate. Voy a demostrarte cómo se hace.
Lo detuve del brazo.
—Si eres tan bueno —murmuré—, aviéntate de cabeza, o de espaldas.
Comenzamos a forcejear justo en el borde de la plataforma. Él me lanzó una patada. Aunque era más ágil, yo era más grande. Hice un esfuerzo y lo empujé; entonces perdió el equilibrio, se asustó y quiso apoyarse en mí, pero en vez de ayudarlo, lo volví a empujar. Salió por los aires hacia un lado.
Me di cuenta demasiado tarde de que iba a caer, no en la alberca, sino afuera, ¡en el cemento! Llegaría al piso de espaldas y su nuca golpearía en el borde de concreto. Escuché los gritos de terror de mis papás.
Mi hermano cayó en el agua, rozando la banqueta. Me quedé con los ojos muy abiertos.
Salió de la fosa llorando. Estaba asustado. No era el único. Cuando bajé las escaleras, encontré a mi papá furioso.
—¿Pero qué hiciste? —me dijo—. ¡Estuviste a punto de matarlo!
—Él me provocó; se burló de mí...
—¡Cállate!
Papá levantó la mano como para darme una bofetada, pero se detuvo a tiempo. Jamás me había golpeado y, aunque estaba furioso, no quiso humillarme de esa forma.
En el camino a casas todos íbamos callados.
—Te has vuelto muy envidioso —me regañó papá—. Abusas de tu hermano porque eres mayor, pero tu envidia es como un veneno que está matando el amor entre ustedes. Cometiste una falta muy grave. ¡Estarás castigado todo el verano! Pintarás la casa completa. Tú solo. En la vida, si te comportas con amabilidad, obtendrás amigos; si, por el contrario, actúas con rencor te ganarás problemas y enemigos. Para cada cosa que hagas, hay una consecuencia. Cuando te sientas más cansado trabajando, quiero que le des gracias a Dios porque tu hermano está vivo.
Ese verano pinté la casa e hice el ejercicio mental que mi padre me encomendó: Imaginé de muchas formas a mi hermano muerto a causa de mi imprudencia; vi su cabeza rota por el impacto con el cemento, vi su funeral y el dolor de mi familia... Aprendí que todo acto tiene consecuencias y que mi hermano es el mayor tesoro de mi vida. Ahora somos los mejores amigos.

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