Dirigentes del mundo futuro
1
CAMPAMENTO EDUCATIVO
El matrimonio de Xavier y Ximena era relativamente estable. En el dintel de su casa colgaron un escudo familiar que hicieron juntos, entrelazando las letras equis de sus nombres. Se sentían orgullosos de esa coincidencia. Quisieron legar a sus hijos el mismo signo y se aseguraron de ponerles nombres que lo incluyeran; a la mayor la llamaron Roxana y al menor Max.
Ella era doctora, jefa de laboratorios en el Hospital Primario de Oriente; a pesar de tener un trabajo tan complejo, procuraba darse tiempo para convivir con su familia. No siempre lo lograba. Él era abogado fiscal, con un despacho próspero al que dedicaba diez horas cada día.
Los sábados Ximena trabajaba medio turno y solía llevar a su pequeño Max, de cuatro años, al hospital. Al salir, acostumbraba ir de compras con el niño.
Nada le indicó que pudiera haber algún peligro aquel día en la tienda de autoservicio... Traía a Max en el carrito. Estaba de mal humor porque su esposo había organizado una cena con sus amigos. Detestaba meterse a la cocina el sábado en la tarde a guisar para un hato de comensales egoístas que sólo sabían beber y contar chistes políticos.
Hastiada de su mala suerte, buscaba sin éxito un frasco de aceitunas negras. Caminó por el pasillo del supermercado. Vio a un joven con el emblema de la tienda y lo siguió para preguntarle. El muchacho atendía a otro cliente. Esperó su turno. Mientras tanto, revisó su lista de compras. El departamento de pescados y mariscos estaba a unos metros. Caminó vigilando de reojo al dependiente; ordenó un kilo de salmón. El joven se esfumó en un parpadeo. Todo indicaba que el pescado de esa noche no llevaría aceitunas. Volvió al pasillo en el que había dejado a su hijo. El carrito de compras estaba en el mismo sitio. El niño no.
La madre pensó que se había bajado por su propia iniciativa. Era muy travieso. Solía hacerlo. Al principio lo buscó con calma; caminó serenamente pensando que con toda seguridad andaría curioseando por ahí. Cuando se dio cuenta de que el tiempo pasaba sin que Max apareciera, comenzó a dar zancadas amplias y a llamarlo por su nombre. No hubo respuesta. Un presentimiento atroz comenzó a oscurecer su claridad de juicio.
“Cálmate” se dijo, “lo vas a encontrar”.
Pero no podía calmarse. Preguntó a las personas que pasaban cerca si habían visto a un chico rubio de escasos cuatro años de edad; ninguna lo había visto. Trató de no dejarse llevar por el pánico. A Max le gustaba esconderse y salir riendo a carcajadas después de un rato. Se aferró a la idea de que en cualquier momento iba a aparecer detrás de algunos anaqueles. Fue a las cajas, se paró de puntas y miró alrededor.
“Mientras no salga de la tienda” comentó en voz alta “no hay problema”. Hizo un esfuerzo sobrehumano para relajarse y acudió a la caseta de sonido.
Vocearon al pequeño.
No hubo respuesta.
Entonces empezó a correr por los pasillos, gritando. Un llanto de desesperación acompañaba sus alaridos. Toda la gente se enteró de que esa mujer había perdido a su hijo. Clientes y dependientes quisieron a ayudar.
La policía llegó. Cerraron las puestas de la tienda.
Xavier recibió el mensaje en su localizador una hora después.
Las letras en la pantalla de cuarzo decían “ven al centro comercial frente al sanatorio, es urgente”. Firmaba su esposa.
No pudo evitar lanzar una imprecación. Detestaba ese tipo de mensajes. La palabra “urgente” era demasiado delicada para usarse sin ton ni son. Su esposa lo sabía. ¿Lo sabía? Eso significaba que en verdad era urgente. Salió de la transitada avenida y tomó el puente de retorno. Cuando llegó al supermercado encontró un gran despliegue policiaco. Varios doctores y enfermeras del Hospital Primario de Oriente rodeaban a su compañera Ximena. Un helicóptero sobrevolaba la zona.
Xavier preguntó qué pasaba. No pudo creer lo que le dijeron.
—¿El niño se perdió? —preguntó—. ¿Se bajó del carrito de las compras? —comenzó a dar vueltas en círculo, tratando de atisbar alrededor—. ¿Ya lo buscaron bien?
El comandante que coordinaba las acciones lo miró de forma impasible.
—Usted no ha entendido —le dijo—. Su hijo no se perdió —hizo una pausa antes de pronunciar las palabras fatales—: Se lo robaron.
Los primeros días fueron aterradores. Iban de un lado a otro pidiendo ayuda. Caminaban como entre nubes incapaces de asimilar la magnitud de la tragedia y dormían junto al aparato telefónico en espera de que los secuestradores llamaran para pedir el rescate.
La angustia consumió a la familia. Xavier echó mano de todas sus influencias, se hizo amigo del comandante policiaco y siguió de cerca las investigaciones. Ximena solicitó permiso en el hospital para dedicarse, con su marido, a buscar. Roxana parecía muy asustada, más por la forma en que veía desmoronarse a sus papás que por el extravío de su hermano menor. Era una niña de nueve años, dulce e inteligente. Una noche escribió:
Papá, mama. Me duele verlos tan preocupados. Yo también tengo miedo, pero sé que vamos a encontrar a Max. Ustedes me han dicho que nada malo puede pasarle a la gente buena. Él es bueno y nosotros también. Los quiero mucho. Mi corazón está roto. Los amo. No lo olviden.
La nota tenía el dibujo de un corazón sangrando. Estaba escrita con trazos geométricos de extraordinaria simetría. No cabía duda de que Roxana era una niña muy madura. Xavier besó el papel y lo guardó en su cartera.
Los secuestradores no se comunicaron con ellos, pero a las tres semanas recibieron una llamada inesperada del comandante policiaco que llevaba a cabo las averiguaciones. Se escuchaba alterado.
—Acabamos de descubrir un lugar —dijo—, donde había varios niños robados. Es una vieja hacienda en la antigua carretera a Puebla.
Xavier saltó del sillón.
—Voy para allá.
—¿Qué pasa? —le preguntó su esposa esperanzada—, ¿hay alguna noticia de nuestro hijo?
—No, pero hallaron a otros niños. Parece que encontraron el sitio de operaciones de una banda que trafica con infantes.
Ella se vistió con toda celeridad. Roxana también, pero sus padres le dijeron que no podía ir. Era muy chica para acompañarlos a esos sitios.
Llegaron a la estación de policía. Había una gran agitación. Fueron directo a la jefatura, pero el comandante estaba demasiado ocupado atendiendo a periodistas y a otros padres de familia.
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó a uno de los oficiales encargados de la seguridad interna.
—Encontraron el centro ceremonial de una secta ¡había doce niños y diecisiete jóvenes!
—¡¿Qué?!
Ximena y él se abrieron paso hasta la zona de primeros auxilios en el que estaban los recién rescatados. No les permitieron el acceso. Los vieron uno a uno desde lejos. Ninguno era su hijo.
Esperaron varias horas hasta que el revuelo disminuyó. Xavier entró a la oficina del jefe y lo invitó discretamente a comer algo. El funcionario lo miró de reojo como agradeciéndole el gesto. A los pocos minutos salió a toda velocidad y caminó con ellos a la fuente de sodas, detrás de la comandancia.
Sentado en el pequeño restaurante los puso al tanto de lo que estaba ocurriendo.
—Ayer por la mañana descubrimos un centro de narcóticos en el que tenían secuestrados a varios menores de edad —comentó al tiempo que ordenaba una hamburguesa con queso—. El sitio estaba ubicado dentro de una hacienda abandonada, “Sochical”, en el kilómetro ciento veinticuatro de la antigua carretera a Puebla.
—¿Dijo “un centro de narcóticos”? —preguntó Ximena asustada.
—Bueno, no exactamente. La finca era usada para dos fines: en primer lugar, experimentaban con nuevas sustancias químicas, estimulantes de la corteza cerebral. Había tres farmacobiólogos expertos. Lo trágico del asunto es que, para las pruebas, usaban niños con la supuesta finalidad de hacerlos más inteligentes. Un psiquiatra dirigía los ensayos y llamaba a la zona “campamento educativo”.
Xavier movió la cabeza preocupado.
—¿Eso significa que algunos niños estaban ahí por consentimiento de sus familias?
—Sí. De los doce chicos en experimentación, ocho de ellos habían sido enviados por sus mismos papás. Pensaban que se trataba de un sofisticado colegio. Incluso pagaban sumas muy altas. Los padres de estos pequeños financiaban, sin saberlo, todas las actividades de la hacienda. Los otros cuatro niños figuraban en la lista urbana de extraviados.
—Es increíble —dijo Ximena—. ¿Qué pensaban esas personas cuando mandaron a sus hijos ahí? ¿En dónde tenían la cabeza?
—Fueron engañados. Es la verdad.
—¿Pero los niños dormían en ese lugar?
—Sí. Era un internado. Los menores dormían en cuartos individuales con baño, una mesa de trabajo, computadora y bocina por la que se les obligaba a escuchar música repetitiva. Los niños permanecían la mayor parte del tiempo bajo el efecto de alguna sustancia que activaba sus neuronas.
Xavier comenzaba a vislumbrar un sin fin de posibilidades que, bien escudriñadas, podrían conducirlos a más niños robados.
—Mencionó que la hacienda era usada para dos fines. ¿Cuál era el segundo?
—Algo mucho peor. En otra sección internaban a los adeptos de una secta religiosa. Ahí encontramos a cinco varones y a doce mujeres, entre dieciséis y veintidos años de edad —el comandante se detuvo como si lo que estuviera a punto de decir le fuera a provocar malestar estomacal—. A todos, en los ritos ceremoniales, se les habían amputado uno o más dedos de las manos... —Ximena y Xavier se miraron aterrados—. Las habitaciones de los sectarios, más pequeñas que las de los niños, sin luz eléctrica y con suelo de tierra, contaban, sin embargo, con bocinas.
La doctora sacó algunas conclusiones:
—Así que tanto los niños como los jóvenes eran sometidos a diferentes procedimientos de “lavado de cerebro”...
—Sí. Y a todos se les sometían a ciertas actividades sexuales.
—Dios mío —dijo Xavier—. ¿Cómo descubrieron ese lugar?
—Dos personas reportaron a la comisaría que su hijo había sido secuestrado por el mismo director del campamento educativo al que lo habían inscrito. Declararon que el hombre se negaba a devolverles al niño. Entonces comenzamos a investigar. El padre del pequeño consiguió entrevistarse con el procurador y obtuvo una orden de cateo inmediata. Yo mismo realicé el operativo. Nos dirigimos a la hacienda abandonada tres policías y el denunciante. Fue difícil llegar. Tuvimos que atravesar varias rancherías en un sendero agreste. Dejamos el coche a buena distancia y caminamos. Un par de guardias rurales nos cerraron el paso. Nos preguntaron a dónde íbamos. Le mostré la orden de inspección y le dije que revisaríamos el sitio. Nos dejaron pasar con desconfianza. Avanzamos percibiendo que detrás de nosotros se comunicaban con alguien. Sobre la vieja construcción de la hacienda pudimos observar varias cabezas que corrían de un lado a otro, acomodándose. Me percaté de que algo andaba mal. También saqué mi radio y pedí apoyo. Casi de inmediato comenzaron los disparos. Uno de mis oficiales cayó herido. No pudimos hacer nada de momento, sólo escondernos, hasta que llegaron los refuerzos. Fue el tiroteo más espectacular en el que me he visto envuelto. Pudimos entrar al inmueble, aprehender a los laboratoristas y rescatar a los cautivos. La hacienda era un lugar en penumbras. Había dos patios grandes en los que encontramos símbolos pintados en paredes y pisos. No se ha determinado con precisión el tipo de reuniones que se llevaban a cabo ahí.
Los ojos de Xavier brillaron.
—¿Capturaron a los responsables?
—El jefe de la banda escapó. Únicamente detuvimos al psiquiatra que dirigía el supuesto colegio. Declaró no tener ninguna relación con la secta, pero nos ha sido imposible interrogarlo bien; está muy grave. Se encuentra detenido en el Hospital Urbano de Puebla.
—¿Qué le pasó?
—En la finca había un cuarto con sustancias químicas que explotó durante el operativo. El psiquiatra sufrió quemaduras de tercer grado en el incendio.
—Vaya. ¿Podemos ir a la hacienda? Me gustaría conocerla.
—Pueden, pero no tiene caso. Está destruida casi por completo. Además, sólo le permiten el paso a los investigadores.
—Entonces me gustaría entrevistarme con los niños y jóvenes rescatados. Quiero mostrarles la fotografía de nuestro hijo para preguntarles si lo han visto. ¿Podría hacernos ese favor?
—Creo que no habrá problema.
Después de que el oficial terminó de comer su emparedado, se dirigieron con él a la comandancia.
Vieron a una pareja escribiendo, sentada frente a los escritorios para tomar declaraciones.
—¿Quiénes son? —preguntó Xavier.
—Ángel y María Luisa Castillo. Los denunciantes. Gracias a ellos pudimos dar con la hacienda. Están redactando su testimonio de cómo ocurrieron los hechos, sobre todo la forma en que fueron engañados y aceptaron inscribir a su hijo en el campamento educativo.
Pasaron de largo. Ximena siempre traía consigo una fotografía del niño. La llevaron hasta la sala en que se encontraban los rescatados. Varios médicos los atendían. Había un pequeño de escasos seis años de edad, varios de unos nueve y el resto de dieciocho, en promedio. Se acercaron a ellos con mucha cautela. No deseaban asustarlos. Parecían perdidos en el universo indómito de un cerebro aletargado.
—¿Qué les pasa? —le preguntó al médico más cercano.
—La mayoría han sido afectados de sus aptitudes mentales. Creemos que el daño es reversible. Se recuperarán con el tiempo.
Mostraron a cada uno la fotografía de Max. Ninguno dio señales de reconocerlo. Ximena salió de la sala con la quijada desencajada. Después comenzó a llorar.
—Tranquilízate, mi amor.
—No puedo soportar esto. ¿Y si nuestro hijo ha caído en manos de psicópatas similares? ¡Debemos movernos rápido! ¡Hacer algo! Así nos cueste todo lo que tenemos. ¡Todo! Daría cualquier cosa por encontrar a mi niño.
Xavier asintió. No pudo calibrar que las palabras de su esposa eran serias y que el destino estaba dispuesto a tomarles la palabra.
Regresaron a la estancia de espera y observaron a la pareja de padres que habían terminando de escribir sus declaraciones. Se estaban despidiendo del comandante. En su rostro se adivinaba un gran pesar, pero Xavier y Ximena pensaron que con gusto canjearían con ellos su desgracia. Sano o no, habían recuperado a su hijo... Su familia aún existía.
Cuando los Castillo salieron, Xavier entró a la oficina del jefe policiaco y le hizo una súplica especial.
—Yo sé que estas notas son confidenciales. Lo sé, soy abogado, pero hágame un favor. Déjeme leerlas. Quiero buscar alguna pista que pueda abrirnos nuevas posibilidades para buscar a más niños robados. El comandante movió la cabeza. Lo que le pedían era imposible, pero él también era padre de dos pequeños y podía imaginarse la tortura que sería perderlos. Suspiró y salió de la oficina sin decir nada, dejando las declaraciones sobre la mesa para que Xavier pudiera leerlas.
2
EDUCACIÓN FRAUDULENTA
Declaración testimonial de Ángel Castillo sobre el caso 123H-45/12.
Nuestro hijo Ulises tenía seis años de edad. Era muy inquieto. La directora de su escuela nos mandaba notas en forma constante de que no podían controlarlo pues se negaba a realizar los ejercicios tradicionales y ocasionaba un continuo desorden en el aula.
Un día mi esposa y yo fuimos a hablar con ella. Es una mujer mayor de edad, pedante, con ínfulas de grandeza. Nos hizo esperar en el patio por más de una hora. Yo me enfadé y caminé por el colegio.
Busqué el aula de mi hijo y me paré en un ángulo desde el que podía observar la clase sin ser visto por la maestra. Al parecer, los niños hacían planas de letras en su libreta de cuadrícula. Era notoria a leguas la pesadez del ambiente. Una pequeña rubia, después de bambolearse, se dejó vencer por el sopor y apoyó su cabeza sobre la mesa. Mi hijo, Ulises informó a la maestra que su compañerita se había dormido. La profesora no respondió. Ulises insistió exclamando que estaban muy aburridos.
—¿Ya terminaste tu trabajo? —le preguntó ella.
—Ya.
—No te creo. Eran cinco planas. ¿Hiciste cinco planas? A ver, tráeme tu cuaderno.
Ulises no obedeció. La maestra se puso de pie y fue hasta su lugar. Retrocedí un paso para evitar ser descubierto. Seguí observando la escena.
—¿Dónde están las cinco planas, eh? Apenas llenaste unos renglones. ¡Mira qué porquerías! Voy a tener que castigarte.
—Quiero irme a mi casa.
—¡Te quedarás aquí y harás diez planas! ¡Si hablas otra vez, le diré a tus papás que te has portado mal y no podrás irte con ellos!
El niño comenzó a llorar; sus compañeros vieron la escena asustados y volvieron a esforzarse en realizar el tedioso trabajo. La maestra se apoltronó de nuevo. Sentí que la ira me hacía estallar la cabeza. Eso no era justo. Achacaban al niño una mala conducta, sólo porque protestaba de los malos tratos y de los aburridísimos ejercicios.
Entré al salón y reprendí a la profesora. Le dije que esos métodos arcaicos de enseñanza laceraban la autoestima de sus alumnos, que todos los niños sanos son activos y que ella los estaba convirtiendo en pasivos y apocados. También le dije que las travesuras de Ulises, de las que tanto se quejaban, eran producto de un gran espíritu de investigación. La maestra se defendió gritando que los padres de familia teníamos terminantemente prohibido entrar a la escuela y ver las clases. Se armó una discusión muy desagradable. Llegó la directora con mi esposa. La polémica se hizo más grande aún. Todos alzamos la voz hasta que llegó el momento en el que ninguno escuchaba a los demás. Terminamos dando de baja a nuestro hijo de ese colegio.
A partir de entonces comenzamos a investigar. Nos dimos cuenta de que así como el mundo evoluciona, la educación también. Supimos que hay nuevos métodos de enseñanza, que un chico bien dirigido puede aprender a leer antes de hablar, que el cerebro en crecimiento crea conexiones neuronales en forma constante, que este fenómeno ocurre, sobre todo, en los primeros años de vida y que si se pasa por alto la oportunidad de originar, a base de estímulos, más y mejores lazos intelectuales, se desperdicia buena parte del potencial de los niños.
Visitamos todas las escuelas de la zona en busca de alguna que practicara sistemas modernos de educación. Las pocas que hallamos no podían admitir al niño a esas alturas del ciclo escolar. Fue una búsqueda incesante de varios meses. Mientras tanto, María Luisa le dio clases. Estaba sorprendida por la enorme capacidad del pequeño. Ulises aprendió con su mamá a leer, a escribir y hacer cuentas con inusitada rapidez. Era vivaracho y juguetón. María Luisa me dijo que su ritmo veloz la obligaba a enseñarle de forma muy dinámica; terminaba sus tareas con celeridad y si ella no estaba presta para ponerle otro ejercicio, comenzaba a hacer travesuras. Entonces comprendimos por qué nunca se adaptó al sistema de enseñanza tradicional.
Un infortunado día, hallamos el anuncio el periódico. Decía: “Ofrecemos servicios especiales para niños sobresalientes”.
Como no perdíamos nada con averiguar, acudimos al lugar.
Se trataba de un edificio modernista, con enormes cristales y amplios vestíbulos de mármol. En el directorio había una lista de más de cuarenta oficinas: Médicos, abogados, arquitectos, consultores... Un vigilante uniformado nos indicó el número del despacho que buscábamos. Entramos al lujoso elevador con la esperanza de hallar una respuesta a nuestras inquietudes. La oficina alfombrada tenía paredes de caoba. Un tipo alto, calvo y de lentes circulares nos dio la bienvenida. Le mostré el anuncio y le dije estabamos en busca de una escuela con métodos modernos para desarrollar el potencial de los niños. El sujeto asintió, limpió sus lentes y habló despacio. Nos dijo que habíamos llegado al lugar adecuado. Se presentó. Dijo ser psiquiatra, llamarse Lucio Malagón y estar al frente de un colegio para hacer niños super dotados. Nos llevó a una pequeña salita llena de fotografías. Había cuadros con chicos de varias razas retratados mientras tocaban el violín, pintaban al óleo, actuaban en televisión o realizaban cálculos con una computadora. Nos aseguró que todos ellos eran casos sobresalientes graduados de sus aulas. También nos dijo que Ulises podía alcanzar esos niveles y aún más.
María Luisa preguntó dónde estaba la escuela y el hombre nos dijo que se hallaba en las afueras de la ciudad. Que de hecho le llamaban “campamento”. Le dije que deseábamos conocerla; él extrajo dos álbumes del librero y nos mostró fotografías de un lugar hermoso, con habitaciones amplias, bellos jardines y aulas modernas. “Es un paraíso educativo para los niños”, nos comentó. Oprimió un control remoto y apareció en la pared la proyección de un video que enseñaba algunas de las actividades realizadas en esa fascinante escuela. Todo parecía como sacado de un cuento de ciencia ficción. Salimos de la estancia convencidos de que habíamos hallado cuanto buscábamos.
—Nuestros servicios son únicos —dijo después—. Pero tienen dos inconvenientes. El primero es el precio. Ustedes comprenden. Mantener un colegio así, cuesta mucho dinero.
—¿Y el segundo? —pregunté.
—Verán. Para lograr nuestro objetivo debemos infundirle al niño nuevos hábitos de vida y estimular su cerebro en un ambiente controlado. Le hacemos estudios físicos y psicológicos completos, monitoreamos sus ondas cerebrales durante el sueño y lo alimentamos de forma natural. Con numerosos exámenes determinamos sus destrezas específicas y le aplicamos un programa individual, a su medida. Para eso debe dormir con nosotros.
—¿Como en un internado?
—Sí. Los niños van a su casa sólo los domingos.
Nuestro entusiasmo se desinfló como un balón pinchado. María Luisa y yo no estábamos dispuestos a internar al niño en un programa educativo por más eficiente que fuera. Investigamos en otros lugares sin éxito. El tiempo pasó y no hallamos nada adecuado. Pensábamos en el campamento una y otra vez. El temor a lo desconocido nos impedía tomar una decisión, sin embargo la idea de que en ese sitio tuvieran la fórmula para estimular de manera especial la inteligencia infantil, nos animaba. Ulises merecía la mejor educación. Le planteamos las posibilidades y él se mostró ansioso de ir a una nueva escuela. Quería tener amigos. Era justo.
Cuando visitamos al psiquiatra otra vez, su aparente profesionalismo terminó de convencernos. Le dije que deseábamos probar su programa por tres meses y aceptó sin ninguna objeción. Nos llevó a un pequeño edificio al que llamaban base de ingreso. Era pulcro y hermoso. Nos dijo que en ese sitio iba a permanecer nuestro hijo durante las primeras semanas. Fuimos vilmente engañados. Mucho después supimos que la base de ingreso era sólo un escenario falso que rentaban para guardar las apariencias. Firmamos los papeles y dejamos a Ulises con el doctor. Tuvimos una sensación de desgarramiento. Era terrible pensar que en los próximos noventa días sólo veríamos a nuestro hijo un vez a la semana, pero nos aferramos a la idea de que era por su bien. Durante los primeros días, María Luisa y yo procuramos no hablar del asunto. Después de siete días de incertidumbre, fuimos por el niño a la base de ingreso. Ulises nos abrazó muy fuerte. Parecía confundido. Alegre pero temeroso; entusiasmado pero fatigado. Charló un buen rato respecto a sus nuevos amigos y durmió toda la tarde. Daba indicios de hallarse contento, así que decidimos continuar.
A los dos meses, el doctor nos comunicó que el niño era hábil para el razonamiento abstracto y que estaban llevando a cabo un proceso de profundización en informática. A los cinco meses comenzó a realizar programas complejos para computadoras, hacía operaciones matemáticas con inusitada rapidez, leía y memorizaba páginas enteras. Era maravilloso ver su progreso. Descansé al percatarme de los incipientes resultados y pagué el complemento de la cuota para cubrir el primer año de estudios.
Xavier apretó los labios y dejó la declaración de Ángel en el escritorio.
Vio las hojas escritas por María Luisa de Castillo y las tomó. Siempre era interesante comparar las distintas perspectivas de dos personas implicadas en la misma tragedia. Leyó superficialmente los primeros párrafos que narraban acontecimientos similares. Después comenzó a hallar las primeras discrepancias y se concentró.
Mi esposo parecía aferrado a la idea de continuar con el programa. Yo no estaba de acuerdo. Me opuse desde el momento en que detecté cómo el niño perdía la chispa que lo caracterizaba. Los domingos tratábamos de aprovechar el tiempo con él. Íbamos a la iglesia, al parque, al cine, a restaurantes, aunque yo lo veía cada vez más absorto. Le exasperaban los juegos de los demás niños, conversaba poco, prefería leer o hacer diagramas y sus comentarios eran siempre negativos. Decía cosas como: “Fuera del campamento, todas las personas son unas taradas”. “Odio tanta estupidez a mi alrededor”. “las personas religiosas tienen basura en la cabeza.” A los seis meses, yo estaba desesperada. Le pregunté a Ángel:
—¿Dónde está nuestro hijo noble, optimista, soñador? En cada visita a la casa se comporta de la manera más intolerante. Actúa como un adulto amargado, preso en su mundo de libros y esquemas. El no era así. Detesta a sus primos que, por cierto, parecen más inteligentes que él; al menos son más abiertos y participativos. Más normales, ¿me entiendes? Ángel, ¡yo no quiero que Ulises se vuelva un genio de la informática a ese precio! Estoy asustada. Creo que hemos incurrido en un terrible error. Lo sacamos de una escuela en la que usaban métodos arcaicos, enfadados porque nunca nos permitieron ver lo que pasaba en los salones de clases y lo inscribimos en otra con el mismo defecto. ¡Ignoramos lo que ocurre adentro!
Mi esposo trataba de tranquilizarme; decía que estaba viendo “moros con trinchete”, pero yo leí los informes modernos respecto al desarrollo sano de la inteligencia y hallé cosas que no concordaban en el programa del campamento. Las investigaciones más recientes sobre educación infantil aseguraban que los padres no son el problema de los niños, sino la solución de sus problemas, que el desarrollo del alto potencial no debe enfocarse a un aspecto de la inteligencia sino a todas. Descubrí que existen siete áreas para determinar la inteligencia racional (comprensión verbal, facilidad de palabra, razonamiento matemático, visualización espacial, memoria, atención y lógica) y cinco para definir la inteligencia práctica (socialización, manejo de emociones, perseverancia, imaginación y autoestima) y que las últimas son más importantes para el éxito y la felicidad, que las primeras[1]. Se lo dije a mi marido.
—Ulises reprobaría en diez de las doce áreas de la inteligencia, y obtendría una calificación sobresaliente sólo en dos. Matemáticas y memorización. En ese sitio excluyen a los padres, especializan a los niños en una área, no les permiten practicar ningún deporte o jugar, los vuelven insociables, los hacen rechazar los principios morales, los apartan emocionalmente de su familia y, por si fuera poco no admiten visitas al campamento. Ulises me dijo que desde la primera semana lo transportaron en un autobús durante dos horas para llegar al verdadero centro secreto.
Mi esposo se molestó conmigo. Me llamó paranoica, sin embargo, al cabo de los días, terminó por darme la razón. Él mismo se dio cuenta que Ulises había cambiado incluso en el aspecto físico. Estaba más gordo, su piel se había resecado, casi no salivaba, siempre tenía la lengua y los labios partidos y sus córneas parecían ligeramente azuladas.
A los ocho meses Ángel llamó por teléfono a Malagón. Escuché la conversación desde la extensión telefónica de mi cocina. Fue desesperante.
—Mi esposa y yo hemos decidido retirar a Ulises de su campamento. Sabemos que el dinero no es reembolsable y estamos de acuerdo. Pero no queremos esperar hasta el domingo. Deseamos recogerlo hoy mismo. ¿Nos puede decir dónde está el niño?
Hubo un largo silencio en la línea.
—Doctor, ¿está ahí? ¿Me escuchó?
—Sí... Sólo que la ubicación es confidencial. Usted sabe, estamos desarrollando tecnología educativa...
—No quiero exasperarme, pero me está invadiendo la sensación de que mi hijo está secuestrado.
—Ja, ja. No me haga reír. Ustedes lo inscribieron en el internado y aquí tenemos reglas. Además el niño está tomando algunas vitaminas. No puede llevárselo a mitad del tratamiento y menos en martes.
—¿Tratamiento? ¿Lo intoxican al principio de cada semana para experimentar con él y lo limpian los sábados para que pueda vernos?
—Señor Castillo, le sugiero que se calme y no invente infundios. Lo que le damos al niño no es medicina, sólo sustancias que estimulan su inteligencia. La química ha evolucionado y existen compuestos inofensivos que, si se administran con cuidado, producen rendimientos intelectuales muy altos. Sabemos lo que estamos haciendo y créame, todo es para bien del niño. ¿Ha visto cómo ha elevado su capacidad de razonamiento matemático y la prodigiosa memoria que tiene?
—¿Y usted ha notado lo inseguro, lo antisocial y lo agresivo que está?
No me pude contener. Hablé desde mi teléfono interrumpiendo la conversación de mi esposo con el psiquiatra.
—Soy la mamá de Ulises. En los últimos días he leído mucho. Ustedes son un verdadero timo. Los expertos dicen que en la educación de los niños existen tres aberraciones: la primera, no hacer nada para estimular su mente; la segunda, enseñarlos con métodos represivos y, la tercera, darles drogas exógenas. Es repugnante que un entrenador deportivo tolere la pereza, pero también que fuerce a sus atletas en forma cruel, y mucho más, que les suministre esteroides anabolizantes. Usted está haciendo lo tercero. Ha caído en esa aberración, que además es un delito.
—Señora. Nosotros somos los mejores educadores para desarrollar el talento en este país. No puede discutir eso.
—¡Sí lo discuto! Un verdadero centro educativo para impulsar el alto potencial de los niños debe estar abierto a los papás, dar capacitación a la familia, hacer énfasis en el desarrollo de todas las áreas de la inteligencia racional, pero, sobre todo, en las áreas de inteligencia práctica; enseñar valores, ética, asertividad, desenvoltura; darles mucho deporte, juegos, concursos... y cero, ¿me oye?, ¡cero medicamentos!
—Si buscaban eso, debieron inscribir al niño en otro colegio. Siempre fui claro respecto a lo que les ofrecía.
Ángel volvió a tomar el mando de la discusión.
—¡Nunca nos habló de que le suministrarían drogas!
—Es inútil discutir. Además, a estas alturas, si quieren retirar a Ulises tienen que preguntarle a él. Tal vez no desee suspender el programa.
—Nosotros somos sus padres. ¡Está bajo nuestra tutela! Así que, aunque él no quiera, lo vamos a suspender.
—El domingo, ¿le parece? Llevaré personalmente al niña hasta su casa.
—No voy a esperar hasta el dom...
La línea se cortó.
Fuimos al consultorio y tratamos de obtener información con la recepcionista respecto a los otros padres del programa; pero nos dijo que la mayoría vivía en diferentes ciudades y sólo los visitaban a sus hijos una vez por mes.
Después acudimos a la base de ingreso y, aunque estaba cerrada, descubrimos a través de las ventanas que era un local adornado con muebles y paredes de utilería como el escenario de un teatro.
Contratamos a un investigador privado.
La incertidumbre nos martirizó cuando Ángel descubrió por casualidad, en una revista antigua, las imágenes de niños tocando el violín y pintando al óleo. Me preguntó si no eran las mismas que el psiquiatra tenía enmarcadas en su lujoso despacho. Las vi y me aterroricé. Eran las mismas. Eso significaba que todo había sido un circo, una farsa, incluyendo los álbumes con las fotografías de habitaciones amplias, jardines y aulas modernas.
El domingo siguiente el psiquiatra no llegó con el niño a las nueve de la mañana como había prometido. Dieron las diez, las once, las doce... Ángel y yo esperamos en la calle muy nerviosos. Teníamos la sensación de que algo malo iba a ocurrir. A la una de la tarde vimos el auto del doctor. Nos lanzamos sobre él apenas lo estacionó. Ulises no venía en el coche. Malagón abrió la ventanilla. Nos dijo que el niño se había negado a volver, que cuando supo que queríamos sacarlo para siempre del campamento se puso furioso, que lloró y pataleó como si tuviera un año de edad, que se orinó en el pantalón y gritó que no quería irse. El tipo nos dijo que era perjudicial dejar las cosas a medias pues podía haber una regresión. Mi marido lo agarró de la solapa. Yo gritaba buscando un policía. El hombre subió el vidrio eléctrico para obligar a Ángel a soltarlo. El auto comenzó a andar. Nos dejó atrás.
—Se va a arrepentir —gritó mi esposo con todas sus fuerzas—. ¿Me oye? ¡Se va a meter en serios problemas!
El coche se alejó.
Esa tarde levantamos un acta de secuestro en el Ministerio Público.
Al día siguiente llegó Malagón a nuestra casa. Traía a nuestro hijo.
Nos dijo:
—Estoy consternado por lo que ha ocurrido. Convencí a Ulises de que regresara con ustedes. No fue fácil, sin embargo aquí lo tienen. Discúlpeme si me exasperé, pero compréndame. Ulises es muy valioso, y perder a un niño como él resulta triste para nosotros. En fin... Ustedes son sus padres y tienen la última palabra. Yo me lavo las manos de la decisión que acaban de tomar.
Dio la vuelta y salió sin despedirse.
Adivinamos que el hombre estaba temeroso, como si hubiera reflexionado respecto al riesgo que corría si seguíamos investigando.
Fuimos al hospital, llamamos a nuestro pediatra en forma urgente. Revisó al niño. Le hizo análisis clínicos. No le cupo duda. Había consumido durante mucho tiempo algún tipo de droga.
Mi marido estaba furioso. Yo ya no quería que se metiera en más problemas, habíamos recuperado a nuestro hijo, pero Ángel estaba dispuesto a averiguar lo que había detrás del susodicho campamento.
Así fue como empezamos a perseguir a Lucio Malagón.
[1] Cómo estimular la inteligencia de su hijo. Readers Digest de México S.A de C.V. México 1998.
3
LOS NIÑOS PIDEN POCO
Gonzalo Gamio recibió a Xavier Félix con cierta formalidad. Lo hizo pasar a su acogedora sala.
—¿Por qué me mandó llamar, padre? —preguntó al sacerdote después de saludarlo.
—He recibido noticias de tu hija. ¿Desde cuándo no la ves?
Xavier carraspeó y tragó saliva.
—Le llamo por teléfono y le envío regalos de vez en cuando.
—No contestaste mi pregunta.
—Cuatro años, padre. Tiene cuatro años que no la veo. Usted lo sabe muy bien.
—Es mucho tiempo para una niña... Xavier, debes resignarte, y pensar en el futuro.
—¿Por eso me llamó? —apretó los dientes sin poder evitar que el chasco se convirtiera en pesar—. Supuse que había descubierto alguna pista del paradero de mi hijo. Debo encontrarlo. Si vive, tiene ocho años de edad. ¡Ocho años! ¿Puede imaginarse cuánto me necesita?
Gonzalo Gamio puso una mano en el hombro de Xavier y lo miró con seriedad.
—Tienes que volver al planeta. Poner los pies en la Tierra. Incorporarte a la vida. Estás enajenado. Despierta.
Negó con la cabeza. Por lo regular se mantenía impasible, pero estando con ese viejo asesor espiritual sus defensas emocionales bajaban. No podía ponerse máscaras frente a él.
—Hace cuatro años, mi esposa renunció al hospital. Dejamos a Roxana en casa de mi mamá y comenzamos a peregrinar de ciudad en ciudad. Descubrimos todo tipo de criminales, desde simples ladronzuelos hasta bandas organizadas. Nos impresionó saber cuántos canallas se ganan la vida explotando a menores de edad. ¡Muchos pordioseros roban niños para obligarlos a pedir limosna y a prostituirse! Otros grupos, más sofisticados, los venden entre sus contactos internacionales que comercian con órganos (corazón, hígado, córneas, riñones) para transplantes. En varios países del Medio Oriente aún existe el tráfico de esclavos; ahí llevan a niños cautivos son llevados ahí para ser explotados, sobre todo laboral y sexualmente... Hay cientos de pequeños plagiados cada año. Los motivos son muchos: Secuestradores que piden dinero, enfermos mentales que los apresan para satisfacer sus delirantes deseos, millonarios sin escrúpulos que compran bebés, chalados como Malagón que los usan en sus experimentos y degenerados que producen pornografía infantil.[1]
Hizo una pausa para limpiarse la cara. El sacerdote le apretó el hombro cariñosamente. Conocía esos datos, pero no lo interrumpió. Sabía que Xavier necesitaba enumerarlos de vez en cuando para disminuir un poco su presión interior.
—Ximena y yo nos enteramos de muchas historias macabras —continuó—, viajamos a rancherías, visitamos orfanatos, peleamos contra mafias y mafiosos. En dos años envejecimos. Hallamos... más de treinta niños extraviados que devolvimos a sus familias, pero no al nuestro... Una noche, en plena sierra de Chihuahua, encontramos el cuerpo de un pequeño que había fallecido, atado por algún fanático, en una cueva. Se parecía mucho a nuestro hijo. Mi esposa perdió la razón. Le afectó al grado de no poder coordinar sus movimientos. Entonces ocurrió el accidente...
El sacerdote suspiró. Se puso de pie y llamó a su acólito.
—¿Quieres una limonada?
—Da lo mismo.
Un joven con retraso mental entró en la sala. Gonzalo le pidió un par de bebidas refrescantes y volvió a tomar asiento.
—Cada vez que escucho ese relato —dijo—, se me parte el alma.
—Yo lo escucho a diario. ¡Mi mente se encarga de recitármelo! Soy una piltrafa humana. Por fuera me veo normal, pero me estoy pudriendo por dentro. Camino por la vida como un desahuciado en el desierto. Nadie me ayuda ya con las investigaciones. El comandante de la policía que me brindó su amistad en un principio, también murió. Lo acribillaron en un operativo de narcóticos.
El asistente del cura llegó con una charola. Su destreza era asombrosa. Sin duda había sido capacitado con paciencia. Colocó los vasos sobre la mesa, hizo una media reverencia y se fue.
—Alguna vez me dijiste que tu hija, Roxana, adoraba a su hermanito —declaró Gonzalo disparando a bocajarro—, ¿has pensado en la forma en que le ha afectado a ella todo esto?
—Sí, padre no me atormente más. Tengo conmigo una nota que ella me escribió hace cuatro años. A veces la leo, pero pienso que la niña debe haber estabilizado su vida. Yo estoy mentalmente enfermo. Necesito una terapia psicológica. Si vuelvo con Roxana y ella presencia mi desesperación crónica la afectaré más. Seguramente mi madre la cuida bien.
—¿Por qué cometes un error tras otro? Tu madre es una mujer mayor de edad y cada vez le resulta más difícil hacerse cargo de dos nietos.
—¿Dos?
—Te has alejado por tanto tiempo que no estás enterado de las últimas noticias.
Xavier se encorvó entre apenado y abatido.
—Tu única hermana siguió el ejemplo que le diste. Tal vez por motivos menos graves, pero con el mismo resultado. Siendo soltera, hace dos años tuvo un hijo. Luego se enamoró de un chileno, se fue a Chile con él y dejó a su niño con tu mamá. ¿No te parece que son un par de hermanos irresponsables?
—Como tú lo dijiste, mis motivos fueron más serios.
—¡Xavier, reacciona! No puedes quedarte atascado en el ayer. Debes recuperar a tu familia. Perdiste a un hijo de cuatro años, pero tienes a otra de trece. No la desampares. La vida sigue.
Sintió que el calor lo sofocaba. Miró la limonada frente a él y la bebió de un sorbo.
—¿Sabes que Roxana ganó un concurso de composición literaria en la secundaria?
—No.
—Tu madre me envió una copia de su trabajo. Estaba orgullosa.
El sacerdote fue a su escritorio y extrajo una hoja. Se la alargó a Xavier. El manuscrito estaba hecho con letra prolija.
—¿Mi... mi hija escribió esto?
—Sí. Ganó el primer lugar a nivel estatal.
—Vaya.
Comenzó a leer.
Si los niños vivimos con golpes, aprendemos a ser agresivos. Si vivimos con burla, aprendemos a ser tímidos. Si vivimos con indiferencia, aprendemos a ser fríos.
Es un honor para mí presentarles el tema: “Los niños pedimos poco”.
Hace varios días, una maestra le pidió a sus alumnos que escribieran un deseo para Dios. Hubo una carta que conmovió a toda la gente y se publicó en la portada del diario principal de su ciudad. Decía así:
“Señor, tú que eres bueno y proteges a todos los niños de la Tierra, quiero pedirte un favor: Transfórmame en un televisor... para que mis padres me cuiden como lo cuidan a él, para que me miren con el mismo interés con que mi mamá mira su telenovela preferida o papá el noticiero. Quiero hablar como algunos animadores que, cuando lo hacen, toda la familia se calla para escucharlos con atención y sin interrupciones. Quiero sentir que mis papás se preocupan por mí, tanto como se preocupan cuando el televisor se descompone y rápidamente llaman al técnico. Quiero ser un televisor para ser el mejor amigo de mis padres y su héroe favorito. Señor, por favor. Aunque sea por un día... Déjame ser un televisor.” [2]
Algunos padres dicen, “yo nunca haría a un lado a mi hijo”, pero todos lo hacen. A veces mientras ven la película que alquilaron, y otras mientras atienden amigos, trabajo, citas, viajes y compromisos. ¡Es verdad! Los adultos no se comunican con los niños.
Sé de un vecino a quien tratan como estorbo; sus padres le gritan, lo golpean cuando hace travesuras y se pelean frente a él, sin importarles la angustia que le producen. Muchos niños viven con miedo, indiferencia, burlas y sufren tanto como los pequeños abandonados.
En diciembre fui con mi abuelita a una colonia de gente muy humilde. Nos llamó la atención que un grupo de mujeres ricas asistiera a ese lugar para ofrecer desayunos a los niños pobres. Le pregunté a uno de ellos dónde estaba su mamá y me contestó: “Trabaja como nana en la casa de esa señora rica y le cuida a sus bebes mientras ella viene aquí a cuidarnos”.
Hay quienes presumen de ser caritativos, pero tienen el corazón hueco. Desean arreglar el mundo, pero dañan a sus propios hijos.
Los adultos son responsables de nuestro nacimiento y en su egoísmo, ignoran que también tenemos necesidades y derechos. Los niños somos personas puras y buenas. Llegamos al mundo con la mente limpia y queremos aprender. Observamos a nuestro alrededor y sólo vemos familias deshechas, pleitos, divorcios, robos. Nuestros padres y maestros nos enseñan a mentir y a temerles.
A una locutora de televisión, su hija le preguntó: “Mamá, ¿por qué tienes una cara tan bonita en la tele y tan fea en la casa?” Ella contestó: “Porque en la tele me pagan por sonreír, hija”, y la niña agregó: “¿Cuánto debo pagarte para que sonrías en la casa?”
Los niños no queremos dinero, no nos interesan patrimonios o cuentas bancarias, a veces los adultos quieren heredarnos “eso”; pero, con todo respeto, ¡es basura! Lo que los niños pedimos es poco. Sólo atención e interés. También tenemos nuestros problemitas y a veces no hay nadie cerca para platicárselos; también tenemos nuestro corazón y a veces no hay a quien abrazar para decirle “te amo”; también tenemos un gran deseo de aprender cosas buenas y a veces no contamos con alguien que nos enseñe con paciencia.
Un niño que se llamaba Carlos Schulz, a los cuatro años de edad hizo un dibujo feo de su perrito, pero la maestra le dijo: ¡eres un gran pintor! Su padre también lo felicitó, lo abrazó y pegó el dibujo del perro en la pared. En adelante, cada dibujo que Carlos hacía, su padre lo ponía en la pared y les presumía a todos de lo bien que dibujaba su hijo. Cuando ese niño creció, fue el autor de Snoopy y muchos otros personajes.
Los niños nos convertimos en triunfadores si los adultos nos tratan como triunfadores. Los niños nos convertimos en problemas si los adultos nos tratan como problemas. Somos masilla en sus manos. ¡Por favor, papá, mamá, maestro, maestra, enséñennos lo bueno de ustedes! Adulto: los niños pedimos poco. Somos almas limpias, no nos ensucies; somos corazones buenos, no nos hagas malos; somos seres humanos, ayúdanos a vivir y así, cuando crezcamos, podremos decirte: gracias por lo poquito que me diste, porque ese poquito fue justo lo que yo necesitaba para ser feliz...
Se quedó boquiabierto mirando el texto. Dudaba mucho que hubiese sido escrito por una adolescente, pero de cualquier modo lo había conmovido. No hablaba de niños robados ni de tráfico de órganos ni de esclavitud en Medio Oriente. Hablaba de los niños que sin haber caído en extremos trágicos, tienen una vida aparentemente normal, pero llena de tristeza. Hablaba de su hija...
Hay quienes presumen de ser caritativos y tienen el corazón hueco. Desean arreglar el mundo y dañan a sus propios hijos.
Inclinó la cabeza otra vez, vencido por la presión interior. ¡Qué miope, qué torpe, qué...!
—Debes regresar a la capital. Tu hija necesita a su padre.
—¿Y por qué? —preguntó apretando un puño con repentina rabia—. ¿Qué culpa tiene esa niña de que se hayan robado a su hermano, de que su madre haya muerto de esa forma y su padre vuelto medio loco? ¿Por qué a unos les va tan bien y a otros tan mal? ¿Dónde está la justicia de Dios? ¡Explíquemelo! Yo solía pensar que a la gente mala le va mal, ¿cuándo fuimos tan malos en mi casa para merecer esto?
El chico discapacitado entró a la sala atraído por los gritos.
—No hay ningún problema —le dijo el padre—, puedes irte.
Pero el joven, inocente, señaló a Xavier con el índice y balbuceó un par de frases ininteligibles.
—No te preocupes —insistió su tutor—. A veces las personas lloramos y luego nos sentimos mejor. A ti también te pasa. ¿Recuerdas?
El joven se retiró sin dejar de mirar al visitante.
—A ver —comenzó Gonzalo—. ¿Tú crees que todos tenemos los mismos derechos?
—¡Por supuesto!
—Pues estás en un error. Ese chico minusválido tiene más que nosotros.
—No entiendo.
—Imagina que entre mil personas, a la señora Pérez le roban su bolsa. En forma automática ella adquiere un derecho que no tienen las otras novecientas noventa y nueve personas. El de que su bolsa le sea devuelta. A eso se le llama “derecho de restitución”. ¿Comprendes? Los niños huérfanos, los que nacen enfermos, las víctimas de la maldad, no se lo merecen. Ni sus padres ni ellos pecaron; a la larga se les devolverá multiplicado cuanto se les quitó. Serán bendecidos de forma profusa.
—¿Dónde dice eso? —cuestionó Xavier a manera de objeción—. Muchos versículos bíblicos aseguran que el mal se castiga y el bien se premia, pero no conozco ninguno que declare: “si a un hombre bueno le va mal, Dios lo recompensará posteriormente”.
—Pues yo sí. Lo asegura el libro de Job y, sobre todo, el “Sermón del Monte”. ¿Te parece poco? Jesús no dice: “bienaventurados los hambrientos porque están purgando una condena que tienen merecida”, dice que serán saciados. No dice: “bienaventurados los que sufren porque así aprenderán a ser buenos”. Dice: “si sufren, serán consolados, si están enfermos, serán sanados, si lloran, reirán y si son humildes, poseerán el Reino de los cielos”. Es el decreto del equilibrio.
—Pero ¿por qué se nos quita algo para después devolvérnoslo? ¡Es absurdo!
—Xavier, vivimos en un mundo en el que predomina la perversidad. Tú lo has comprobado. Muchos acontecimientos negativos son consecuencia de nuestra mala conducta, tal como lo dicta la ley de causa y efecto; pero otros sucesos dañinos simplemente llegan a nuestra vida porque estamos rodeados de maldad. A estas desgracias se les estampa el sello de restitución. No quedarán así. Se recompensarán a los que sufren con sobreabundancia de bien.
—Entiendo la mecánica, pero no me gusta.
—Claro. Todos deseamos justicia inmediata. Por eso debemos actuar; ofrecer en vez de reclamar, ayudar en vez de lloriquear. Si no puedes abrazar a tu hijo ausente, abraza a tu hija presente. Conviértete en algo así como un “agente de restitución”.
Xavier se dio cuenta de que el chico minusválido espiaba, escondido detrás de la puerta.
—De acuerdo. Me ha convencido. Iré a la capital.
El sacerdote extrajo de su cartera una tarjeta de presentación y se la alargó.
—Si lo haces, aprovecha también para visitar este lugar. Es importante.
Xavier leyó en voz alta el título de la cartulina.
—Dirigentes del mundo... —hizo una pausa— ¿futuro? ¿Qué significa?
—Es un sitio en el que está a punto de brotar algo muy grande. La energía atómica sirve lo mismo para construir que para destruir. Depende en qué manos caiga. Lucio Malagón ha salido de la cárcel.
—¿Cómo?
—Estuvo encerrado cuatro años. Es un tipo maniático y resentido. Está dispuesto a vengarse de Ángel Castillo. También por eso te llamé. Ve al domicilio de la tarjeta, pregunta por la directora y dile que te envía el padre Gonzalo Gamio. Entrégale este sobre de mi parte.
—No entiendo.
—Una vez que hayas entrado, pide informes. Diles que también te interesa inscribir a un hijo con ellos. Entonces comprenderás.
Miró la tarjeta con recelo.
—Muy bien —se frotó las manos como un luchador que está a punto de iniciar una pelea que ha anhelado durante años—, visitaré a los supuestos “dirigentes del futuro”.
[1] Gordon Thomas. Infamias de fin de siglo. Editorial Selector. México 1992. Eugenio Aguirre. Los niños de colores. Grupo Editorial Siete. México 1993.
[2] La fuente del párrafo Conviérteme en un televisor, es desconocida. Llegó a manos del autor como regalo en un viaje a Buenos Aires. El dador aseguró haberla obtenido de un periódico en Santiago de Chile.